‘Estamos en una deriva hacia un mundo analfabeto’: Arturo Pérez Reverte

Arturo Pérez-Reverte se presenta en el salón del hotel porteño en donde está alojado con puntualidad cronometrada, sonrisa amable y la actitud profesional de quien lleva una vida escribiendo libros y hablando sobre ellos en entrevistas, conferencias y festivales internacionales. Lleva vendidos 27 millones de ejemplares que se traducen a más de 40 idiomas y muchas de sus novelas han llegado al cine, una de las artes fundamentales en su vida.
Esta vez estuvo en la Argentina para presentar La isla de la mujer dormida (Alfaguara) en la Feria del Libro de Buenos Aires. Como es habitual, colmó el auditorio, dialogó con sus lectores y disfrutó de Buenos Aires, una ciudad a la que llegó por primera vez en 1975, cuando tenía 24 años. Un enamoramiento juvenil todavía perdura.
Pérez-Reverte lamenta ver que el mundo ha perdido cultura y prevalece el analfabetismo, dejando a generaciones enteras a merced del “canalla” de turno y su “mediocre, torticera, sesgada y canallesca epopeya”. Y añade: “Hemos dejado de educar a los chicos y a las generaciones nuevas para que sepan, para que se defiendan, para que sepan de los falsos profetas. Hemos dejado a los chicos indefensos”.
A diferencia de los escritores atormentados, sufrientes y desdichados, para Pérez-Reverte la escritura es una verdadera fiesta y, sobre todo, un juego. “Yo no quiero cambiar el mundo con mis novelas. No quiero hacer mejor al lector. No tengo otra misión que ser feliz escribiendo y hacer que el lector lo pase bien con la aventura que le propongo, que juegue conmigo. Cuando yo era niño me disfrazaba de indio, de corsario. Jugaba. Para mí escribir es seguir jugando. Yo soy un niño que sigue jugando. El día que pierda la capacidad de jugar, ese día estaré muerto como novelista”, dice Pérez Reverte, miembro de número de la Real Academia española desde 2003.
¿Sería el novelista que es de no haber sido el reportero de guerra que fue?No, no podría ser el novelista que soy. La guerra es horrorosa. La guerra da dolor, pero también tiene un efecto positivo: cuando la miras, te deja adentro una serie de visiones y de experiencias que no tendrías en la paz, entonces con esa mirada, con esos recuerdos, con esa memoria, voy cargando la mochila. La guerra me educó la mirada, me hizo ver al ser humano y me hizo ver que las líneas que separan el bien y el mal son muy difusas, que no hay líneas claras entre una cosa y otra, que el bueno puede ser malo y que el malo puede ser bueno al día siguiente. Esa relatividad de la vida me la dio la guerra. Y me dio, sobre todo, la certeza de que morimos, de que todo puede arder: una biblioteca, una casa, una vida. Todo puede desaparecer. Entonces, con esa conciencia de que somos finitos, vulnerables, “moribles”, es con lo que escribo novelas. La guerra también me dejó vicios, vicios menores, latiguillos, coletillas, pero también medios muy eficaces de obtener información y analizarla. Pero bueno, a mi vida como reportero de guerra le debo buena parte de lo que soy o casi todo lo que soy.

Pérez Reverte es autor de sagas de ficción que se han convertido en verdaderos best-sellers. Foto:EFE
Sí, fue mi escuela. Yo en la guerra encuentro, aparte del trabajo y la aventura, una nutrición intelectual. Si estás en las Malvinas metido en el barro, no te nutre nada. Pero si eres alguien que está de visita y tienes la distancia y la fortuna de poder verla de afuera, la guerra produce cosas y reflexiones muy interesantes sobre el ser humano, sobre la condición humana. Y con eso escribo novelas.
Menciona la guerra de Malvinas, la única, ha dicho, en la que perdió imparcialidad. Tenía un sentimiento fraternal por esos soldados que se llamaban Sánchez, González... ¿Qué podría decir sobre esa cobertura en particular?Yo había hecho muchas guerras ya, cuando vine a la Argentina, en 1982. Estuve seis meses cubriéndola y por primera vez en mi vida no fui imparcial. Yo intentaba siempre ser ecuánime. Yo he hecho muchas guerras en todos los bandos y uno sabe que todos tienen razones para hacer lo que hacen. Pero aun sabiendo eso, yo sabía que, en esta guerra, una victoria sería buena para la Junta Militar. Yo quería que la Junta perdiera, pero no quería que el pueblo argentino perdiera. Fue una lucha, digamos, que nunca me había ocurrido. Yo oía chicos que se llamaban Sánchez, Martínez, Santilli, Pignatelli. No podía ser imparcial. Todos los días era una lucha por mantener la ecuanimidad y no dejarme llevar. Y un día llamé al periódico y dije al director: “¡Le hemos dado al Invencible!”. Hasta en eso se me notaba. Pero no me arrepiento. Esos chicos de ahí merecían estar de su parte.
En su libro Territorio Comanche, el reportero de guerra Barlés, su álter ego, relata la guerra y explica lo que significa que un lugar sea, precisamente, un ‘territorio comanche’: sinónimo de extremo peligro, de imprevisibilidad, de caos. ¿Cree que el mundo hoy se asemeja a un territorio comanche a gran escala?Eso ha estado siempre ahí. Cuando yo iba a Beirut, a Sarajevo, a donde fuera, sabía que eso era la realidad. Ahora el mundo confortable descubre que eso estaba ahí. Ha estado siempre pero ahora empieza a acercarse y la gente se sorprende. Si hubieras visto películas, si tuvieras cultura en el sentido noble de la palabra, no te sorprendería. El mundo siempre fue un territorio comanche. No queríamos verlo. No hemos querido mirar nunca el dolor y el horror. ‘¡Qué espanto!’ ‘¿Ha muerto?’. Pero la gente se muere. Esa negativa a asumir la parte oscura del mundo en la sociedad occidental nos ha caracterizado durante muchísimo tiempo. Ahora se ha acabado. Los que lo sabíamos vemos el espectáculo, incluso, con una sonrisa irónica. Pasé mi vida contando ‘mira Sarajevo’, ‘mira Beirut’. En Yugoslavia mataron a 52 periodistas. Dos eran conocidos amigos míos. Yugoslavia en Europa estaba ahí al lado: ¿idiotas, no lo veis?
En ese territorio comanche hay líderes mundiales que invaden países, hacen guerras comerciales, ensayos nucleares y desestabilizan el mundo a su antojo. ¿Podrían ser personajes de novela? ¿Villanos, quizás?No para mí. Podrían ser villanos de película, pero no tienen entidad para una novela. ¿Trump tiene una novela? No. Tiene una película, tiene un documental, pero una novela no. Kennedy sí tiene una novela. ¿Por qué? Porque pertenece a un mundo que estaba rodeado de una inocencia popular, de un carácter de mito. Por eso es por lo que yo en mis novelas nunca meto a los Trumps de turno.
Me preguntaba si, como escritor, le interesa observar a los políticos, que son grandes creadores de relatos.Sí, ¿pero sabes qué pasa?, yo ahí soy un poco cruel, porque si los manipulados hubieran tenido los recursos para interpretar, esto no ocurriría. Estamos en una deriva hacia un mundo analfabeto, un mundo carente de mecanismos de comprensión y de defensa que da la cultura. En los colegios los padres protestan cuando a los hijos los hacen estudiar latín o griego y les hacen saber cosas. Están las redes sociales y quieren las cosas fáciles con un clic. Un ejemplo muy sencillo: Manolo o Pepa están en su casa. No han leído un libro su vida, no saben nada del mundo, saben lo que ven en la televisión. Pero si defendiendo a las ballenas de la Antártida se sienten parte de una causa, sienten que están haciendo algo, les basta hacer un clic a la página de ‘Salven a las ballenas’. No tienen que saber nada de ballenas ni leer sobre ballenas ni preguntar. ‘Yo defiendo a las ballenas’.
Necesitan sentirse parte de alguna epopeya, quizás porque no han sido parte de ninguna. Quizás sienten que les permite salir de la insignificancia.Ahí es cuando el canalla, que sabe que esa gente es analfabeta, le propone la mediocre, torticera, sesgada y canallesca epopeya y el tonto, que no tiene mecanismos defensivos, hace clic y se incorpora a esa epopeya. Y pasa lo que está pasando. Es siempre lo mismo: una falta de cultura en el aspecto educativo de la palabra. O sea, hemos dejado de educar a los chicos y a las generaciones nuevas, para que sepan, para que se defiendan de los falsos profetas. Hemos dejado a los chicos indefensos. Hablo en general, claro, siempre hay excepciones.
Ha escrito más de 40 novelas y, sin embargo, no se considera escritor sino “un lector que escribe novelas”. ¿Por qué?Podría dejar de escribir mañana perfectamente, pero no podría dejar de leer. La palabra suicidio en el sentido romano de la palabra, que es el suicidio que admiro realmente, que es poder decir “adiós, hemos terminado con dignidad”, solamente la asumo en el caso de no poder leer. Podría dejar de navegar, quizá. Podría dejar de hacer muchas cosas, pero no podría dejar de leer.
¿Qué vida cree que podría haber tenido de no haber sido un escritor?Hubiese sido marino, no tengo la menor duda. Las novelas son lo que me han mantenido atado al mundo terrícola. Si después de terminar como reportero no hubiera sido novelista, hubiera estado navegando.

Portada de su nueva novela, editada por Alfaguara. Foto:Archivo Particular
Yo me nutro de muchos escritores, están en mi biblioteca, están conmigo. Y a todos les debo infinidad. He leído La montaña mágica seis veces. Es un libro que para mí fue importantísimo. Como Rojo y negro. Podría citar muchos. Nunca fui muy de Faulkner ni muy de Joyce, pero fui de otros. Hay autores que han sido fundamentales en un determinado momento de tu vida, y a medida que te haces mayor, que creces, que escribes, que vives, son como un limón que exprimo y ya no me da gotas. Me ha pasado con muchos autores. El único autor que envejece conmigo es Conrad. Es el único del que tengo una foto puesta en mi biblioteca, donde trabajo, y en mi barco. Entonces, los ecos conradianos están muy presentes en mi vida y en mi obra.
Se nota que se divierte escribiendo.¡Pero quién puede ser tan boludo de escribir para sufrir! Con Javier Marías me moría de risa, porque Marías no tenía ningún sentido del humor para algunas cosas y esta era una de ellas. Él es el escritor sufridor: ‘No sé qué voy a escribir’. Mentira, tenía 40 folios hechos. Yo era al revés, era el redactor feliz. Y es que me lo paso muy bien escribiendo. Por eso escribo. No quiero cambiar el mundo con mis novelas. No quiero hacer mejor al lector. No tengo otra misión que ser feliz escribiendo y hacer que el lector lo pase bien con la aventura que le propongo, que juegue conmigo. La palabra jugar es fundamental. Cuando yo era niño, veía una película o leía un libro y después me ponía a jugar a eso con mis amigos o mis hermanos. Me disfrazaba de indio, de corsario. Ahora como novelista sigo jugando, me sigo disfrazando: me disfrazo de marino, me disfrazo de lo que sea. Para mí escribir es seguir jugando. Yo soy un niño que sigue jugando. El día que pierda la capacidad de jugar, ese día estaré muerto como novelista.
¿Qué queda hoy de ese siglo XX que aparece en La isla de la mujer dormida?Está muerto. Tú has leído el libro de Stefan Zweig El mundo de ayer, en el que cuenta cómo su mundo muere en vísperas de la guerra. Y he leído a Suetonio, a Tito Livio, a Jenofonte, he leído otros finales de mundos anteriores a este. Entonces, cuando has leído todos esos finales de mundo, reconoces los síntomas. Tengo la edad suficiente, la lectura suficiente y la vida suficiente para decirlo: estamos en un final de ciclo. A lo mejor tarda un siglo en desvanecerse la historia del mundo en el que yo fui educado: la Europa de derechos, las libertades, el referente moral del mundo, la Europa sólida, admirada. Y Argentina es Europa. Se está muriendo. Viene otra cosa que ya no voy a ver porque no voy a vivir lo suficiente, pero tengo el privilegio de asistir como testigo al final de un mundo. ¿Te imaginas a un romano viendo llegar a los bárbaros y arder Roma y los templos? La experiencia es tan fascinante... Tras haber visto arder tantos mundos que no eran míos, en los cuales yo sentía que al fin y al cabo no eran mis guerras ni ardían mis mundos, ahora estoy viendo cómo se destruye el mío y es una sensación extraordinariamente interesante. Soy testigo del final de mi mundo. Estoy asistiendo al final de una civilización. Y tú también.
Para La Nación (Argentina) - GDA
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