Cine contra la amnesia colectiva: el audiovisual sudamericano retrata el horror de las dictaduras

Los héroes de la nueva serie argentina El Eternauta son vecinos del barrio de Vicente López. Gente común, de la clase media porteña, que no estaba lista para la nieve tóxica que trajeron unos invasores alienígenas. Aprenderán a organizarse, a construir trincheras y a pensar colectivamente para formar una resistencia común. La historia adapta un cómic de 1957, cuyo autor, Héctor Germán Oesterheld, había presenciado dos años antes los bombardeos de cazas militares en la Plaza de Mayo y el posterior fusilamiento de peronistas en un basural. Él y sus cuatro hijas se cuentan entre los miles de nombres que integran la lista de desaparecidos de la dictadura. Las analogías políticas se dispararon, convirtiendo al tebeo en un emblema que ahora es recuperado por Netflix casi 70 años después, en un contexto donde las producciones sobre las dictaduras sudamericanas de la segunda mitad del siglo XX no solo proliferan, sino que son bien recibidas. Sus autores argumentan que no hacen películas meramente históricas, sino advertencias sobre el presente.
La última ganadora del Oscar a mejor película internacional, Aún estoy aquí, realizada en 2024, aborda la lucha de una mujer carioca para sacar adelante a sus cuatro hijos después de que su esposo, un opositor, fuera secuestrado y asesinado en 1971 por el gobierno autoritario de Emílio Garrastazu. De hecho, de las cuatro películas sudamericanas que han ganado este premio, tres tratan sobre regímenes militares. En la reciente edición de la Berlinale, ganó el premio Fipresci Bajo las banderas, el sol (2025), documental paraguayo que reúne imágenes de archivo de Alfredo Stroessner, gobernador de facto durante 35 años (1954-1989) y considerado el primer déspota de esta etapa. Y la única película de la región que estará en la selección oficial de la próxima edición de Cannes es la brasileña El agente secreto (2025), sobre un profesor que huye de São Paulo en 1977 al ser criminalizado por supuestas actividades subversivas.
“Si no hacemos hincapié en la memoria, pasará lo mismo que nos pasó a nosotros: cada 24 de marzo [Día de la memoria por la verdad y la justicia en Argentina] salimos dos millones de personas para celebrar los derechos ganados. Y vienen unos psicóticos ultraliberales, junto con gente de la dictadura, porque la vicepresidenta era abogada de los militares, y se pierden los avances al instante”, dice Emiliano Serra, director de Corresponsal (2024). El filme cuenta la conversión de un periodista en espía del régimen de Jorge Videla (1976–1981) para informar sobre los que considera enemigos del Gobierno. La minuciosidad y el detalle con que se registraban el día a día y las relaciones sociales de los perseguidos sirvieron después para enjuiciar a los principales responsables, como indaga otra cinta argentina: Argentina, 1985 (2022).

A pesar de ser una de las dictaduras militares más sanguinarias —con más de 7.000 muertos políticos y 30.000 desaparecidos—, el Gobierno de Javier Milei ha negado hasta en dos ocasiones estas cifras. El mismo negacionismo pregonaba el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, declarado nostálgico de los mandatarios castrenses, a los que se atribuyen 434 asesinatos en el período 1964–1985. Además, llamó “héroe nacional” al torturador Carlos Alberto Brilhante. Por ello, cuando el director Walter Salles presentó Aún estoy aquí en el Festival de Venecia, defendió el cine como un “instrumento contra el olvido”.
La misma apelación a la coyuntura política hizo el cineasta y actor Wagner Moura cuando estrenó Marighella (2019). La película recrea los últimos cinco años del guerrillero y escritor Carlos Marighella, muerto en 1969: “Hablar de Marighella, quien resistió a la dictadura, es hablar de los que resisten ahora en Brasil”, aseguró el ahora protagonista de El agente secreto en una entrevista anterior con este medio. Otras producciones apuntan a autores de crímenes que hasta hoy gozan de impunidad. Es el caso de la chilena La mirada incendiada (2021), que narra la vida del fotógrafo de 19 años Rodrigo Rojas, quien fue quemado vivo junto a su pareja de 18, Carmen Quintero.
Ambos fueron rociados con gasolina y quemados por miembros de una patrulla militar cuando participaban en un paro nacional en 1986, 13 años después del golpe de Estado de Augusto Pinochet. “Hubo una sentencia contra los implicados en 2024, tres años después del estreno (…), la película puso el caso en los medios de forma muy importante. Desde ese lugar se puede conocer la impunidad, la falta de justicia. No creo que el cine cumpla un rol, pero las películas sí actúan”, dice por teléfono la directora, Tatiana Gaviola. Esta espera que el anunciado Plan Nacional de Búsqueda de Víctimas de la Desaparición Forzada pueda dar con el paradero de los 1.469 chilenos que continúan desaparecidos. Sin embargo, apunta Gaviola, los crímenes cometidos en esos años de terror son una historia inconclusa que se mantiene abierta en declaraciones como las de la líder del partido Chile Vamos, Evelyn Matthei, quien dijo hace dos semanas que “era inevitable que hubiera muertos” al inicio de la dictadura.

Los delitos que continúan sin ser resueltos son también el eje de El conde (2023), pero no solo los relacionados con los derechos humanos, sino aquellos de malversación y desfalco millonario de Pinochet. En clave de sátira, el realizador Pablo Larraín imagina al sanguinario dictador —que provocó más de 3.000 homicidios— como un vampiro que sigue vivo. “Todavía hay un tercio de la población chilena que piensa que Pinochet fue un gran hombre, y lo que más les duele es que haya sido un ladrón, no un violador sistemático de los derechos humanos”, comentó en la presentación del filme en la Mostra de Venecia el cineasta santiaguino, quien ya ambientó tres de sus obras en el mandato de Pinochet (1973–1990). En 2018, la justicia chilena embargó bienes y activos bancarios de los descendientes del golpista, tras acusarlo de enriquecimiento ilícito a través de más de 125 cuentas que mantenía en EE UU bajo nombres falsos.
Series, documentales y películasLa variedad de las naciones de donde proceden este tipo de producciones revela que la vigencia o los asuntos pendientes de los regímenes militares son un problema transversal al subcontinente. Entre ellas se pueden mencionar las ficciones Cuando los hombres quedan solos (Bolivia, 2019), El año de la furia (Uruguay, 2020), 1976 (Chile, 2022), La pena máxima (Perú, 2022), La prisión de los Andes (Chile, 2023) o La fuga (Colombia, 2025). En el campo documental, surgieron al respecto La revolución y la tierra (Perú, 2019), Operación Cóndor (Argentina, 2020) —que lleva el nombre del plan coordinado de represión internacional entre seis países sudamericanos—, o Maten a Altamirano (Chile, 2023). Para la televisión destaca, además de El Eternauta, que tuvo su estreno la semana pasada, la serie chilena Los mil días de Allende (2023).

“Ya son un subgénero las producciones sobre la memoria. Ningún festival de cine latinoamericano omite estas piezas. No tanto por su criterio de programación, sino por su volumen, es algo que siempre se está visitando”, asegura el programador del Festival de Cine Radical e investigador boliviano Sergio Zapata. La mayoría de estos filmes están narrados como thrillers políticos, en los que reina la tensión. Salvo algunas excepciones, los protagonistas no son guerrilleros izquierdistas ni tampoco ocupan un alto cargo público encargado de la represión, sino gente de a pie que ve cortada su cotidianidad por un acoso militar y un estado de terror que les explota en la cara.
Eso sí, los cineastas siempre dejan espacio para alguna escena violenta que refleje lo cruento e inhumano de las torturas a los presos políticos en centros levantados para este fin. Lugares lúgubres, con apenas luz, en los que se escuchan gritos de desesperación de hombres y mujeres que piden a sus verdugos que se detengan, como recrea Aún estoy aquí. El director Santiago Mitre optó, en Argentina, 1985, por lo verbal, a través de los testimonios de quienes acudían al juicio contra Videla y su junta militar: “Los guardias empezaron a hacer una parrillada, se emborracharon. Comenzaron a torturarme, pero esta vez no querían información; su objetivo era que dijera ‘me la como doblada y mi madre es una hija de puta”, relata uno de ellos en la película.
Moura decidió ser más visual y emular lo posible las denigraciones reales a partir de testimonios en Marighella. En uno de los momentos del filme, un militante está amarrado de pies y manos a una silla metálica, con la cara hinchada y los labios partidos. Uno de los torturadores le coloca sobre el rostro una toalla empapada y comienza a verter agua lentamente, provocando una asfixia simulada. Otro de los detenidos está suspendido en el aire desde las muñecas, mientras le aplican descargas eléctricas en los genitales. Relata el director: “Quería enfrentar esa escena de tortura con la mayor crudeza posible. Era muy importante provocar al espectador, porque la realidad fue mucho peor que eso, y las personas necesitan saber lo que es una dictadura”.
EL PAÍS