Del ‘fast food’ al ‘false food’: el arte desenmascara la comida basura

La belleza esconde a veces una trampa mortal. Deslumbrándonos con la viveza de sus colores, sus brillos de falsa lozanía o la perfección de sus formas, algunos alimentos nos llaman, como crueles sirenas, desde la sección de preparados del supermercado, los escaparates o los menús iluminados de los restaurantes de comida rápida. Ni amarrados a la silla es posible escapar de sus encantos. Sabemos que no cumplirán lo que prometen, que la desilusión llegará con el primer bocado, pero, incluso así, algo instintivo nos impulsa a coger una bandeja y convertirla en tabula rasa.
Una versión de lo que encontramos estos días en locales de comida rápida o pastelerías instagrameables, donde, parodiando a Oscar Wilde, la realidad imita a la publicidad, es Cakes (1963), del pintor estadounidense Wayne Thiebaud. El sentido de la vista se satura ante geometrías perfectas y colores pastel, nos mareamos con la espiral de chocolate, nos enamoramos del corazón naíf y se nubla nuestra capacidad de elección. La luz intensa e irreal remite a lo sobrenatural, como en una versión moderna de un bodegón de Sánchez Cotán.
Pero algo no encaja. La experiencia de comensal informado nos alerta ante el exceso de perfección. Actualmente, es fácil detectar la trampa, pero tiene mérito que los artistas de los años sesenta la percibieran cuando aún era incipiente y le dieran una forma tangible al término comida basura (junk food).

A diferencia de la comida rápida —con antecedentes que van desde los termopolios romanos hasta los puestos ambulantes medievales—, la comida basura supuso una revolución sin precedentes. Como señala el semiólogo Marcel Danesi en The Semiotics of Fast and Junk Food (2024), no hay en ella una evolución lógica respecto a códigos alimentarios anteriores, sino que son artefactos que emergen con las sociedades consumistas modernas. La diferencia clave, según Danesi, es que la comida rápida suele cocinarse y, por lo tanto, varía según quién la prepare, mientras que la comida ultraprocesada se fabrica industrialmente, y su sabor y forma son homogéneos. No hay detrás de ella unas manos, una experiencia ni un bagaje cultural que la cocine y la haga única. Como sintetiza Danesi, puede haber una buena comida rápida, pero jamás una buena comida basura.
A esa transición desde la comida rápida a la comida industrial hace referencia, quizá de forma ambigua, la obra de Thiebaud y, de manera mucho más explícita, la de Claes Oldenburg, quien tomó como protagonistas de sus esculturas a los que acabarían convirtiéndose en principales representantes de la comida basura: dulces y hamburguesas. Los presenta en sus hábitats naturales: vitrinas, como en Pastry Case I (1961-62); bandejas, como en False Food Selection (alrededor de 1966); o tirados por el suelo, como en Two Cheeseburgers, with Everything (Dual Hamburgers) (1962).

En todos los casos, aparecen con los colores llamativos y las formas rotundas del lenguaje publicitario. Sin embargo, frente a sus esculturas, la lengua del espectador no saliva, el deseo se frena en seco. Su evidente artificio, su tamaño desproporcionado, sus ingredientes (arpillera, yeso y esmalte) y su apariencia blanda, que recuerda a los estragos que esa comida produce en el abdomen de sus comensales, despiertan más recelo que apetito. En palabras de Oldenburg, su objetivo era “frustrar las expectativas”, tal y como hace la realidad frente a las promesas publicitarias.

La crítica de Oldenburg no fue aislada. Otros artistas coetáneos se sumaron a la reflexión, llenando sus obras de sopas enlatadas, refrescos de cola o perritos calientes. El punto culminante llegó en 1964, cuando un grupo encabezado por Robert Watts, James Rosenquist, Andy Warhol o el propio Oldenburg organizaron en la galería Bianchini de Nueva York la exposición American Supermarket, que transformó el espacio en un falso supermercado con obras entremezcladas con auténticas latas de sopa Campbell, sándwiches y demás símbolos de la alimentación moderna. Una bofetada a la industria alimentaria y, de paso, al mercado del arte.
La comida basura llega a la gran pantallaEl protagonismo que la comida basura tuvo entre los artistas de los años sesenta distó mucho de ser algo coyuntural y su salto a otras artes visuales resultó inevitable. El cine fue un interesante campo de batalla y su ganador inicial fue la industria alimentaria, que, a golpe de talonario, inundó la pantalla con sus productos a través de publicidad encubierta, especialmente en los grandes taquillazos del cine familiar de los ochenta, como E.T. (1982) o la saga de Regreso al futuro (1985-1990).

Pero pronto otros cineastas supieron revertir la situación, usando estos alimentos con ironía y mordacidad satírica. Uno de los pioneros fue Jamie Uys, con Los dioses deben estar locos (1980), cuya trama relata cómo la tranquila vida de una tribu africana se ve rota por la llegada accidental de una botella de Coca-Cola, que desencadena una lucha encarnizada por lo que consideran un objeto divino. Resulta una crítica ingenua comparada con el sarcasmo posterior de cintas como Pulp Fiction (1994), de Quentin Tarantino. En una de sus escenas más recordadas, el sicario Vincent Vega, interpretado por John Travolta, le comenta a su compañero Jules (Samuel L. Jackson) mientras se disponen a realizar otro trabajo para el mafioso Marsellus Wallace lo extraño que le resulta que los franceses llamen “Royale con queso” a la hamburguesa “Cuarto de libra”. La escena, parodiada incluso por Los Simpson, es uno de los muchos guiños que hace Tarantino a la comida basura por excelencia, incluyendo dos establecimientos ficticios: Big Kahuna Burger y Jack Rabbit Slim’s, donde Mia Wallace (Uma Thurman) da un buen bocado a una hamburguesa antes de saltar a la pista de baile con Vincent, en una de las escenas más icónicas de la película.
Lejos del humor paródico, otros cineastas han hecho críticas más directas a la industria alimentaria. Es el caso del documental Super Size Me (2004), en el que su director, Morgan Spurlock, se alimenta exclusivamente con productos de McDonald’s durante un mes para demostrar sus efectos; o Fast Food Nation (2006), película de Richard Linklater basada en el libro de Eric Schlosser, que saca a la luz los aspectos más oscuros del negocio de la comida rápida.

Más allá del cine, otras artes visuales también han abordado la deriva de parte de la comida rápida en comida basura. Desde un tono aparentemente amable, las fotografías de Martin Parr llevan décadas ofreciendo una radiografía certera del ocio entre las clases populares. Desde su paradigmático trabajo The Last Resort (1986), el británico ha documentado la importancia de la comida ultraprocesada como elemento fundamental en el ocio y en la vida de las clases trabajadoras. De ese interés surge su fotolibro Real Food (2016), que reúne años de trabajo retratando alimentos en lugares populares de vacaciones y ocio. Salchichas monstruosas, bollos pegajosos o galletas de colores explosivos protagonizan sus imágenes, en lo que podría considerarse la pesadilla de un influencer gastronómico.

Sin embargo, la imagen desangelada y sin filtros de Parr palidece frente al auténtico descenso a los infiernos que plantean ciertas propuestas contemporáneas, como la de los siempre inclasificables hermanos Chapman, que en varias de sus obras —como The Sum of all Evil (2013) o McHelter skelter (2015-16)— erigen a Ronald McDonald no solo como representante de la comida basura, sino como uno de los grandes males del mundo. En el conjunto de piezas que conforman los dioramas, soldados nazis y payasos de McDonald’s siembran de violencia y depravación un paisaje apocalíptico lleno de cuerpos torturados. Una imagen tan potente como perturbadora, con la que estos artistas intentan contrarrestar miles de representaciones de alimentos coloridos y frescura artificial acumuladas en nuestro cerebro. Todo ello quizás para que, si uno de estos días decidimos caer en su trampa, lo hagamos, al menos, pensando: no será porque los artistas no nos han avisado.
EL PAÍS