El menú de la vida / 'El condimentario', columna de Margarita Bernal

Borges dijo: “No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”.
Esas palabras, que recuerdan que somos lo vivido, me invitan a pensar que también somos lo que comemos y todo lo que nos alimenta.
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Yo, por ejemplo, soy el antojo de curuba con crema de mi mamá cuando me esperaba, un sabor que aún me acompaña y que es uno de mis postres favoritos.
Soy la comida fea y obligada de la cafetería del colegio, que escondía en servilletas y metía en los bolsillos para que no me regañaran cuando revisaban la bandeja. Soy los sabores y olores de la cocina de mi casa y de la de mi vecina. La comida de microondas de los aviones. Los platos y risas compartidas con amigos. La mesa para dos cuando he tenido amores y la mesa para uno cuando soy mi propio amor. Los viajes en carretera parando entre tiendas y pueblos.
Soy todas las fotos de comida que tengo en el celular, que ya ni recuerdo de qué restaurante fueron ni a qué sabían. El arroz que se me ahumó por distraída, las recetas que salieron mal, las que nunca repetí y las que se quedaron en mi memoria. Los brindis mirando a los ojos.
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Soy los viajes que he hecho buscando sabores nuevos, ingredientes sorprendentes, lenguajes distintos. Los que me llevaron a conocer otras cocinas, otras manos, otras formas de sentarse a la mesa. Y sí, soy todos los Negronis que he tomado –que, haciendo cuentas alegres, deben rondar los quinientos–, cada uno con su historia, su bar, su compañía, su noche.
Soy el buen café con pan que me reconcilia todas las mañanas y el malo que me amarga el cuerpo y el alma. Soy lo que he comido con alegría, con rabia, con vergüenza, con pasión, con amor, con gula, con desenfreno, con miedo. Lo que me ha sentado bien y lo que me ha enfermado.
Soy lo que nunca me dejaron comer. Lo que soñé saborear y lo que no tuve en la mesa. También soy lo que he cocinado para otros. Los platos que repetí, los que aprendí para dar gusto, los que inventé para no llorar.
Y soy también lo que he dejado de cocinar. Los ingredientes que ya no busco, las recetas que abandoné porque me dolían. Las comidas que perdieron sentido cuando alguien se fue.
Y soy un hambre que no se calma comiendo: hambre de aprender, de conocer, de leer, de soñar. Soy la impotencia ante el hambre real de la humanidad y lo que me alimenta de otras formas: palabras, música, miradas, amor, deseo.
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Lo que somos no cabe en una lista ni en un poema. Una receta en constante cambio, escrita con ingredientes que a veces combinan bien y otras no. Lo que nos falta, nos da placer y lo que evitamos. Somos cada bocado, cada sorbo, cada conversación en la mesa, cada silencio que acompaña un plato. Y mientras sigamos vivos, seguiremos añadiendo sabores, corrigiendo la sazón, probando de nuevo. Porque la vida, como la cocina, nunca se termina de servir ni de condimentar y en eso está el sentido de existir. Buen provecho.
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