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El Teatro Real convoca al fantasma de Solera (gracias a Verdi)

El Teatro Real convoca al fantasma de Solera (gracias a Verdi)

No hizo falta levantar un telón. Ni recurrir a las convenciones de la escenografía, ni vestir a los cantantes, ni arroparlos con fuegos artificiales. I Lombardi alla prima crociata (1843) se representó este domingo en el Teatro Real -y lo hace este miércoles- como lo que es en el fondo: una partitura que arde por sí sola, un oratorio en armas, una travesía espiritual escrita con sangre de patriota. Lo que se ofreció al público no fue una ópera en versión de concierto, sino una cruzada musical en estado puro, despojada de todo lo accesorio, donde lo esencial —la música, el texto, la voz, el cuerpo coral— recuperaba el control de la escena.

Y en ese escenario desnudo, donde la dramaturgia la dictaban los atriles, se dejó sentir con más fuerza la figura de Temistocle Solera. No sólo como libretista del joven Verdi, sino como primer director del propio Teatro Real mediado el XIX. Dramaturgo exaltado, agitador político, poeta bíblico, cortesano milanés, Solera escribió esta obra como si redactara una proclama. Mezclando religión y melodrama, cruzada y redención, creó un libreto hiperbólico -irrepresentable- que no se puede separar del contexto en que fue concebido y que ahora resulta extemporáneo: un país en fragmentos, una nación aún por imaginar, una música al servicio de la épica colectiva. Y su sombra, lejos de haberse disipado, parecía presidir desde lo alto la ceremonia musical que transcurría sin más escenografía que su propia memoria.

Todo en la representación obedecía a un rigor interno. Daniel Oren, en el podio, dirigía como quien prepara un asalto. No había sutileza en su gesto. Había control, estrategia, atención obsesiva al pulso y a la palabra. Cada entrada vocal funcionaba como una maniobra táctica. Cada pasaje instrumental, como un repliegue. Y sin embargo, dentro de esa lógica casi militar, emergía la emoción sin ser convocada. Aparecía entre los compases, como el temblor que sigue al silencio, como una grieta en el mármol.

La orquesta del Real respondió con precisión y flexibilidad. No sonó grandilocuente. Sonó exacta. Y en esa exactitud se encontraba el estilo: una sobriedad expresiva que dejaba respirar la música, que respetaba sus contradicciones. No se trataba de embellecer a Verdi, sino de comprenderlo. Y en ese trabajo de filigrana instrumental, la concertino, Gergana Gergova, ocupó un lugar privilegiado. Su violín emergía cuando todo callaba. No como ornamento, sino como voz paralela. En los momentos más íntimos, su fraseo era casi una réplica muda de lo que se cantaba: deseo, espera, renuncia. Fue un violín que decía sin hablar.

placeholder Francesco Meli (Oronte), durante la interpretación de 'I lombardi' en el Teatro Real. (Javier Del Real/Teatro Real)
Francesco Meli (Oronte), durante la interpretación de 'I lombardi' en el Teatro Real. (Javier Del Real/Teatro Real)

Las voces no irrumpieron como solistas que compiten entre sí, sino como las figuras de un mismo cuadro. Francesco Meli (Oronte), contenido, elegante, exponía su línea de canto aristocrático, su fraseo ejemplar, en contraste con la valentía y descaro de Iván Ayón Rivas (Arvina), cuyos agudos enardecieron los tendidos en la lógica del peligro y de la pirotecnia.

Lidia Fridman (Giselda), llamada a sustituir en el último momento a Anna Pirozzi, supo no forzar el protagonismo. Cantó desde dentro. Desde un centro vocal robusto y un temple emocional sostenido. No buscaba imponerse, sino resistir. Y en esa resistencia encontraba el personaje. Marko Mimica, como Pagano, aportó la sombra. Su voz oscura no amenazaba, sino que dolía, muchas veces aprovechando la inercia del magma coral.

Porque el Coro Intermezzo, bajo la dirección de José Luis Basso, fue mucho más que una masa armónica. Fue el pueblo. Fue la conciencia. Fue la escena misma. En una ópera que se construye sobre la intervención colectiva, el coro no es fondo, sino estructura. Y aquí se escuchó como un cuerpo único, articulado y preciso, capaz de transformar una plegaria religiosa en un gesto político. El famoso O Signore, dal tetto natio no fue solo un número brillante, un cuadro aislado. Fue un punto de suspensión. Una emoción dicha sin sobresalto. Como si la música respirara por sí sola.

La velada tuvo algo de acto fundacional. O quizás de restitución. Porque lo que se vio y se escuchó no fue una simple recuperación de repertorio, ni una solución de temporada. Fue el regreso de una voz. La de Verdi, en su primera efervescencia revolucionaria. Y, sobre todo, la de Temistocle Solera, que volvió a su teatro no como un nombre enterrado en los programas, sino como una presencia activa, una figura convocada por la música y reconocida en el silencio final. Como si el Real, despojado por fin de todo lo superfluo, se hubiera reencontrado con uno de sus padres fundadores.

No hizo falta levantar un telón. Ni recurrir a las convenciones de la escenografía, ni vestir a los cantantes, ni arroparlos con fuegos artificiales. I Lombardi alla prima crociata (1843) se representó este domingo en el Teatro Real -y lo hace este miércoles- como lo que es en el fondo: una partitura que arde por sí sola, un oratorio en armas, una travesía espiritual escrita con sangre de patriota. Lo que se ofreció al público no fue una ópera en versión de concierto, sino una cruzada musical en estado puro, despojada de todo lo accesorio, donde lo esencial —la música, el texto, la voz, el cuerpo coral— recuperaba el control de la escena.

El Confidencial

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