Seleccione idioma

Spanish

Down Icon

Seleccione país

Spain

Down Icon

Los más de 500 sirvientes de los Reyes Católicos (nueve solo para dar de beber al monarca)

Los más de 500 sirvientes de los Reyes Católicos (nueve solo para dar de beber al monarca)

El reinado de los Reyes Católicos está plagado de grandes logros y es fácil encontrar información sobre las muchas y muy meritorias hazañas ocurridas en su tiempo. Pero como se puede suponer, entre hazaña y hazaña también hubo periodos tranquilos y cotidianos sobre los que, sin embargo, puede resultar algo más difícil encontrar detalles. Sabemos con certeza cómo protagonizaron Isabel y Fernando los eventos más brillantes de aquellos años, pero quizá nunca nos hemos preguntado cómo sería un día corriente de su rutina palaciega.

Los Reyes Católicos eran el centro de un complejo entramado de cargos, oficios e instituciones que conformaban la corte y casa real. Si bien estos conceptos a menudo se utilizan como sinónimos, en realidad se referían a entornos diferentes, aunque fuertemente interconectados. La casa real era, en realidad, la suma de varias "casas" (la del rey, la de la reina, la del príncipe, la de los infantes, etc.) y en ella se encontraban quienes prestaban sus servicios en el ámbito privado de los miembros de la familia real, es decir, quienes les atendían en sus necesidades de ámbito doméstico (pajes, cocineros, criados, mozos, continos, guardias, etc.).

La corte por su parte tenía un carácter más institucional y en ella se integraban los que prestaban un servicio relacionado con el gobierno o la administración (consejeros, embajadores, escribanos, procuradores, letrados, etc.). La distinción no siempre resultaba sencilla pues con frecuencia existían oficios cuyas funciones y competencias abarcaban ambos ámbitos o personas que ostentaban al mismo tiempo responsabilidades en ambas esferas.Se puede imaginar que los costes derivados de esta compleja organización no eran desde luego reducidos, muy al contrario, el gran número de servidores generaba unos gastos imponentes en forma de salarios. Los servidores de la corte cobraban por sus servicios en dinero o en especie mediante la entrega de comida, ropas y demás enseres además de recibir alojamiento. Estas retribuciones recibían el nombre de raciones y eran objeto de una minuciosa contabilidad por parte de los contadores reales para evitar malversaciones. Gracias a la conservación de esos documentos contables podemos conocer con gran detalle los diferentes oficios de la corte de los Reyes Católicos, el número y distribución de los sirvientes que la componían y sus costes.

Dado que Fernando e Isabel disponían de servicios separados e independientes se puede comparar el dispendio de uno y otro siendo el coste de la Casa del rey de unos 10 millones de maravedís al año mientras que la de la reina que llegó a integrar a más de 500 personas, ascendía a no menos de 25 millones.

Los traslados y los viajes

Lo primero que hay que destacar de la corte real de Fernando e Isabel es que no existía como tal o más bien, que no tenía una ubicación en concreto. Durante la Edad Media no era frecuente que los reyes de Castilla tuvieran una residencia fija, sino que se desplazaban con frecuencia a lo largo y ancho del reino de acuerdo con las necesidades de cada momento.

En un tiempo en el que no existía nada remotamente parecido a una administración pública eficaz y coherente, la presencia del soberano resultaba necesaria para decidir y resolver sobre muchos asuntos de estado y encontrarse cerca de los lugares en los que hubiera asuntos de mayor gravedad era la mejor forma de solucionarlos. Las guerras o revueltas de súbditos; las negociaciones con villas y nobles; la planificación de infraestructuras o de obras públicas de calado y muchas otras cuestiones mantenían a los reyes en un estilo de vida nómada y, junto a ellos, a toda la nómina de consejeros, sirvientes, pajes, soldados, clérigos, escribanos y demás miembros de la Casa Real.

Fernando e Isabel fueron especialmente viajeros y nunca reusaron un desplazamiento si creían que su presencia ayudaría a alcanzar sus objetivos. Sus alojamientos predilectos fueron Medina del Campo, el monasterio de Guadalupe en Extremadura, las ciudades andaluzas de Córdoba y Sevilla o las castellanas de Segovia, Ávila y Toledo. Sin embargo, sus años de reinado les llevaron a prácticamente cada esquina de sus reinos. Los traslados de la familia real implicaban la puesta en marcha de una complejísima logística pues todas sus pertenencias, así como el resto de la corte debía acompañarles. Se movilizaban cientos de mulas, hacaneas y acémilas para transportar los muebles, tapices, alfombras, enseres, ropas, documentos de estado, armas, provisiones y un sinfín de bultos. Los carros eran usados para cargar los objetos más pesados mientras que los integrantes del séquito se desplazaban en mula o caballo (no había llegado a España la costumbre de viajar en carruaje ni siquiera para los reyes que también lo hacían a lomos de caballo).

placeholder Cubierta de 'Esto no estaba en mi libro de los Reyes Católicos', de Juan Uceda Requena.
Cubierta de 'Esto no estaba en mi libro de los Reyes Católicos', de Juan Uceda Requena.

Por delante de la comitiva avanzaba el aposentador real con sus ayudantes. Estos tenían la función de encontrar un lugar apropiado para acomodar a los reyes y demás miembros de la comitiva para pasar la noche y acondicionarlo al gusto de estos. Alcázares, castillos y palacios de la nobleza eran paradas habituales para pasar la noche. También monasterios y conventos solían acoger a sus majestades, pero, en ocasiones, las inclemencias meteorológicas u otros muchos imprevistos del camino obligaban a refugiarse en lugares menos dignos como la casa de algún mercader o ciudadano acomodado cuando no en simples granjas o graneros. Aún en tales casos se lograba dotar a esos lugares de una apariencia razonablemente digna mediante una limpieza a fondo y una buena labor de maquillaje del lugar. Los suelos terrosos se cubrían con alfombras. Las paredes desgastadas con cuadros y tapices, las puertas desvencijadas se disimulaban con cortinajes, cada rincón se rociaba con esencias de azahar y otros aromas para perfumar las estancias. Cojines, lámparas, espejos, braseros y muebles elegantes se distribuían con acierto de modo que cuando llegaban los reyes disponían de un lugar acogedor para alojarse. El resto de la comitiva era alojada en las casas de los lugareños que, por derecho de regalía, tenían la obligación de permitir su estancia. A la mañana siguiente todo debía recogerse y empaquetarse de nuevo para continuar con el viaje.

Los oficios de la corte

Comenzando por los oficios de mayor rango dentro del servicio de los reyes encontramos el prestigioso puesto de mayordomo mayor. Este era el puesto jerárquicamente más alto de todo el servicio y tenía autoridad y mando sobre cualquier otro miembro de la Casa Real. El puesto de mayordomo mayor era siempre ocupado por un noble de alto rango y su influencia en los asuntos de estado era inmensa dada la cercanía a los soberanos y la jefatura a todos los individuos de su entorno que esto le otorgaba. Ser nombrado mayordomo mayor era uno de los mayores honores que un noble podía recibir y con frecuencia el cargo se otorgaba para honrar y recompensar al noble en cuestión. Sus funciones eran esencialmente de supervisión y coordinación del resto del personal, debía asegurarse de que todos los puestos estuvieran bien cubiertos y que todo el mundo cumpliera su función con diligencia y eficacia.

En la corte de los Reyes Católicos el cargo de mayordomo mayor fue ocupado durante muchos años por Gonzalo Chacón, quien ya había ostentado importantes cargos durante los reinados de Juan II y Enrique IV de Castilla. Entró al servicio de Isabel en 1468 y fue ocupando distintos oficios hasta hacerse con el de mayordomo mayor, que ocupó durante toda la vida de su señora. Isabel siempre sintió un gran afecto por Chacón quien, más que un sirviente, fue para ella una figura protectora: sin duda por ello se refería cariñosamente a él como "mi padre".

Ser nombrado mayordomo mayor era uno de los mayores honores que un noble podía recibir

Otro oficio de enorme relevancia era el de camarero mayor, también reservado a nobles de alto rango. El camarero mayor era el jefe de la servidumbre directa del rey, es decir del grupo de criados, ayudas de cámara y ujieres que asistían directamente al soberano, quienes le vestían, lavaban y atendían en sus estancias privadas. El oficio de camarero mayor también era altamente codiciado, puede que incluso más que el de mayordomo mayor, pues era el cargo que otorgaba un contacto más directo y permanente con el rey y por ello, una mayor posibilidad de influir en él u obtener favores y mercedes de su mano. Aunque se encontraba jerárquicamente por debajo del mayordomo mayor, la autoridad del camarero mayor era total dentro de la cámara del rey (de ahí su nombre).

La cámara real era, a su vez, el conjunto de estancias privadas del monarca lo que incluía su alcoba o dormitorio, su guardarropa y también su retrete. Con respecto a esta palabra, no se piense que el retrete era el lugar donde el rey hacía sus necesidades. La palabra retrete es una derivación de retirar o retirado, es decir, una habitación donde el rey podía retirarse cuando deseaba estar a solas y tranquilo. En la práctica sería algo así como una sala de estar en la que el monarca podría relajarse, leer, atender su correspondencia, comer, mantener reuniones privadas o simplemente holgazanear. En lo que se refiere a hacer las necesidades fisiológicas, no existía ninguna habitación destinada a tales fines, sino que se recurría a bacines u orinales cuando el cuerpo así lo requería. Esto nos lleva a otro oficio, el de mozo de bacín, encargado de que el rey siempre tuviera un orinal limpio a su disposición y de hacerse cargo de los sucios.

Sobre el autor y el libro

Juan Uceda es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y ha realizado estudios de posgrado en Historia Moderna, con especial atención a los siglos XVI y XVII. Apasionado por la historia de España y, en particular, por su etapa imperial, ha dedicado años a investigar aquellos episodios menos conocidos que revelan el reverso humano, sorprendente o insólito del pasado. Su enfoque combina el rigor documental con una clara vocación divulgativa, siempre atento a los detalles que permiten comprender una época desde sus márgenes.

Tras el éxito de Eso no estaba en mi libro de historia de los Austrias (Almuzara, 2021), su nueva obra, Eso no estaba en mi libro de los Reyes Católicos, continúa esa línea de investigación amena y documentada, acercando al lector general los secretos y curiosidades del reinado que sentó las bases de la España moderna.

El camarero mayor también ejercía su autoridad sobre un número muy diverso de servidores como los mozos de cámara o los reposteros de cama responsables del cuidado y limpieza de la cámara real, así como los servidores encargados del vestido e higiene del rey. En el caso de Isabel la Católica, el cargo de camarera mayor fue ejercido por Clara Álvarez de Alvarnáez quien, precisamente, era la esposa del mayordomo mayor Gonzalo Chacón. Esta extendía su autoridad sobre las damas encargadas de los muy diversos servicios que requería el cuidado de la reina Isabel. Conviene, por cierto destacar que Isabel, a pesar de la imagen de mujer austera, firme y determinada que nos ha llegado, era una persona extremadamente coqueta a la que encantaba vestir ropas lujosas y perfumarse con las fragancias más exclusivas. También prestaba la mayor atención a su higiene y cuidado de la piel, el cabello e incluso a la limpieza de sus dientes, algo poco común en la época. La fama de austeridad y moderación de Isabel estaba más que justificada pero no en lo que se refería a la ostentación de la grandeza y majestad de su posición. Lo mucho que se ahorraba en fiestas, banquetes y lujos innecesarios e improductivos no se correspondía con el gasto inmoderado de cuanto influyera en reforzar la solemnidad de la pareja real.

Entre los sirvientes que mantenían un trato cercano con los reyes se encontraban también los hijos e hijas de los grandes nobles del reino a los que se acogía en la corte para que se formaran y convivieran con la familia real. Los muchachos comenzaban sirviendo como donceles y, con el paso de los años, se convertían en caballeros. Las niñas por su parte, se integraban en el séquito de compañía de la reina y infantas permaneciendo con el nombre de doncellas mientras fueran pequeñas, pasando después a ser damas cuando alcanzaban una edad casadera. Tras el matrimonio abandonaban la corte en la mayoría de los casos, aunque en algunos casos había mujeres casadas o viudas que seguían sirviendo en la corte y que eran conocidas como dueñas.

La comida y los banquetes

Otro importante grupo de servidores eran los que prestaban servicios relacionados con la comida. Los cocineros, reposteros y pinches se movían entre fogones y el veedor se encargaba de las provisiones, comprar los suministros necesarios procurando que fueran los de mayor calidad y asegurarse de que la despensa contara siempre con todo lo necesario.

El veedor tenía a su servicio a varios despenseros menores encargados de adquirir las viandas y asegurar su correcta conservación. El traslado de la comida desde las cocinas hasta el comedor resultaba muy ceremonial y más parecido a una procesión en la que los criados que transportaban los platos y copas eran escoltados por los maceros reales, vestidos con sus vistosas libreas.

En el comedor, por su parte, las cosas eran todavía más formales y protocolarias. Los reyes, nobles y demás invitados eran servidos por numerosos pajes y coperos que tenían atribuidas funciones muy concretas como servir los platos, trinchar la carne, llenar las copas, ofrecer cacillos de agua para limpiar las manos, sujetar las servilletas y muchas otras atribuciones de las que no podían salirse pues la etiqueta cortesana era muy estricta. Llevar a cabo una función que le correspondiera a otro sirviente se consideraba como una ofensa de lo más grave ya que estas atribuciones se consideraban un gran honor y que fueran usurpadas por otro resultaba casi imperdonable.

Sirva como ejemplo el riguroso ceremonial que se ponía en marcha cada vez que el rey deseaba beber de su copa. Esta no se encontraba en la mesa a su alcance sino en un aparador situado tras él. Con un gesto el rey señalaba que deseaba beber y entonces un caballero cogía la copa y, escoltado por dos maceros, por el maestresala y por otro caballero que portaba otra copa para hacer la salva (la cata de la bebida previa a que bebiera el rey), la acercaba a la mesa. Una vez allí entregaba la copa al copero que, tras hacer la salva, se la acercaba al escanciador para que la llenara, solo entonces se le ofrecía al rey, que bebía de ella mientras un sirviente sostenía la sobrecopa y otro, rodilla en tierra, sostenía una servilleta bajo la barbilla del rey. Acabado el trago devolvía la copa al copero, este se la daba al caballero quien, con la misma escolta, la volvía a situar en el aparador a la espera de que el monarca volviera a tener sed.

placeholder 'El banquete de los monarcas', cuadro realizado en torno a 1579 por Alonso Sánchez Coello.
'El banquete de los monarcas', cuadro realizado en torno a 1579 por Alonso Sánchez Coello.

La gran cantidad de servidores de mesa y el complejo protocolo y coordinación de todos ellos era responsabilidad del maestresala, antecedente de los actuales mâitres de los restaurantes. El maestresala era responsable del correcto comportamiento del resto de los servidores de mesa, de la adecuada distribución de los platos y alimentos, de la limpieza y la comodidad de la sala donde se comía y de la ubicación de los comensales conforme a las reglas de precedencia que a cada uno correspondía. El cargo de maestresala era importante y prestigioso por lo que estaba reservado a personas de alcurnia y de gran confianza para los reyes. De ellos se esperaba que fueran "hombre de buena casta e que se presuma de él toda la limpieza e lealtad e que ame la vida de su señor e que sea pulido". Otro oficio de gran importancia y no poco riesgo era el de catador, un sirviente encargado de probar todo alimento que fuera a ingerir el monarca a fin de asegurarse de que no estuviera envenenado.

Todo esto por supuesto solo ocurría en las grandes ocasiones en las que se celebraban banquetes con la mayor pompa y solemnidad, cosa que no era lo habitual. Las comidas cotidianas las realizaban Fernando e Isabel en sus estancias privadas con pocos acompañantes (aunque rara vez comían solos) y sin sujetarse a un protocolo tan incómodo. En estas comidas sencillas, el menú solía limitarse a un plato líquido (sopas, guisos, potajes) y un plato principal de pescado o carne. En tales ocasiones, la comida era amenizada por lecturas que se hacían en voz alta o por música interpretada para los presentes.

Un banquete de la corte requería la intervención de numerosos sirvientes y un estricto protocolo. Pese a que los banquetes medievales son a veces representados como reuniones ruidosas y caóticas en las que se comía con las manos y se bebía sin control, eso no es en absoluto cierto. Se comía con las manos, sí, pero no por ello reinaba la suciedad y el salvajismo. Los cubiertos no se empezaron a generalizar hasta un par de siglos después salvo la imprescindible cuchara cuando se debían comer alimentos líquidos. El tenedor fue un instrumento de aparición tardía y reservado tan solo a las más altas personalidades. Los comensales no disponían tampoco de cuchillos ya que la comida era cortada por unos sirvientes, los trinchantes, que se aseguraban de que la carne llegara a la mesa ya cortada en porciones que pudieran comerse de un bocado.

placeholder 'Los Reyes Católicos en el acto de administrar justicia', de Víctor Manzano y Mejorada (1831-1865). (Palacio Real de Madrid.)
'Los Reyes Católicos en el acto de administrar justicia', de Víctor Manzano y Mejorada (1831-1865). (Palacio Real de Madrid.)

La higiene era importante y valorada en la mesa y los pajes ofrecían aguamaniles en los que los invitados podían lavarse las manos antes y después de cada plato. También se hacía uso de las servilletas que llevaban los pajes colgadas en el brazo (mientras que el maestresala la llevaba sobre su hombro izquierdo como seña de identidad de su cargo) y que ofrecían a quien las necesitase. De los sirvientes de mesa se esperaba asimismo que desempeñaran su función con pulcritud, con las manos limpias y las uñas cortadas, sin usar sombrero, pero con el pelo sin despeinar.

Existían también códigos de conducta y buena educación que debían respetarse en la mesa con reglas como no beber mientras se tuviera comida en la boca ni beber inclinando la cabeza "con los ojos puestos en el techo", tampoco se debían limpiar las manos en los ropajes ni manteles sino emplear las servilletas. No se debía coger la comida con la mano entera sino tan solo porciones que pudieran sostenerse empleando tres dedos y, por supuesto, se debía guardar la moderación y no comer ni beber más de lo necesario para no perder la compostura ni comprometer la salud. Se consideraba asimismo de mal gusto sorber las bebidas o ser demasiado ruidoso al masticar y también soplar la comida para enfriarla.

El código de buena educación que debía respetarse en la mesa incluía no beber inclinando la cabeza "con los ojos puestos en el techo"

En cuanto a los manjares que podían encontrarse en tales ocasiones, la gastronomía de los reinos de España era similar a la de otras cortes europeas en las que predominaba la carne de caza y de ganado como elemento central. Sin embargo, existía en España una mayor variedad de platos como consecuencia de las influencias más diversas que se dieron en estos territorios. La tradición culinaria romana y visigoda se mezclaba con platos e ingredientes de la cultura árabe y judía dando mayor color y diversidad a los banquetes. En cuanto a los platos predilectos de Fernando e Isabel, existen numerosas fuentes que aseguran que ninguno de ellos fue amigo de las grandes comilonas ni los platos elaborados, sino que eran extremadamente frugales en el comer y el beber. No obstante, cuando la ocasión lo merecía, sentían predilección por algunas especialidades como el manjar blanco, un plato generalmente dulce consistente en una base de leche de cabra o nata espesada con harina de arroz y condimentada con azúcar, limón, canela y almendras. A ello se le añadía queso rallado, caldo de ave y trozos de gallina además de algo llamado agua rosada que no está claro de qué se trataba (tal vez vino tinto muy aguado).

En el caso de Isabel sabemos también que tenía gran afición por las perdices, el carnero, el repollo, el tocino y las salsas de sabor intenso y especiado, especialmente una llamada mirrauste, elaborada con aves asadas, almendras tostadas, azúcar y gran cantidad de canela. En cuanto a los platos que rehuía, no acostumbraba a comer huevos ni frutas y tenía como su principal manía el ajo, al que aborrecía con todas sus fuerzas. Por lo que se refiere a Fernando, todos los testimonios que se refieren a sus gustos culinarios destacan la gran mesura que guardaba en el comer y el beber señalando que le agradaban los platos más simples y que los consumía con gran moderación. Sin embargo, parece que sí debía ser un hombre bastante goloso y amigo de los dulces a juzgar por los registros que muestran la gran cantidad de estos que se hacían llegar a la corte desde Valencia por orden del Católico.

El Confidencial

El Confidencial

Noticias similares

Todas las noticias
Animated ArrowAnimated ArrowAnimated Arrow