The Mutiny: El hotel de los narcos y las ‘rockstars’

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No se hagan ilusiones: hoy, The Mutiny es un hotel más de Miami. Tiene cuatro estrellas y seguramente ha sido upgraded por su historia, aunque ―como la ciudad misma― prefiera esconder episodios turbulentos del pasado. Inaugurado en 1968 como edificio de apartamentos, se convirtió en hotel cuando el dueño entendió que los encantos del lugar ―cada habitación o suite decorada con fantasías exóticas― atraían a transeúntes. Entre estas aves de paso, destacaban las caprichosas figuras del rock.
Situado en Coconut Grove, zona relativamente bohemia de Miami, acogía a músicos de gira o que estaban grabando en estudios cercanos: Led Zeppelin, Eagles, Fleetwod Mac, Cat Stevens o, vaya, Julio Iglesias. El establecimiento fue celebrado por Graham Nash y David Crosby (Mutiny) o la pareja Steve Stills-Neil Young (Midnight at the Bay). También acudían figuras de Hollywood, de Paul Newman a Liza Minnelli. No destapamos nada si reconocemos que parte importante del gancho era el acceso a drogas de alta calidad.
Como el Rick’s Café de Casablanca, el Mutiny atraía a una fauna turbia, incluyendo importadores y mayoristas de sustancias ilegales, un avispero de veteranos anticastristas, marielitos huidos de Cuba por las bravas, colombianos y buscadores del gran pelotazo. Allí se ultimaban grandes compras y se reclutaba personal para expediciones clandestinas. Inevitablemente, también congregaba a policías locales, estatales y federales (se les reconocía: apenas dejaban propina). Por su club pasaron desde Pablo Escobar a George H. W. Bush, entonces director de la CIA, obligado a regañadientes a controlar los excesos de su amigo Manuel Noriega, implicado en la llamada ruta panameña.
El secreto residía en combinar negocios y placer. El hotel contaba con las Mutiny Girls, un escuadrón de chicas que facilitaban la vida de los clientes. El hedonismo se complementaba con servicios útiles, como el avión de la casa para transportar clientes distinguidos o el puerto de amarre para planeadoras. Todo facilitado por un clima general en que el traficante adquiría dimensiones de héroe contracultural, celebrado en temas como Smuggler’s Blues, de Glenn Frey.
Esa canción inspiraría un episodio de Corrupción en Miami, serie que aportaría glamur al combate entre narcos y detectives, rodada principalmente en otra área de Miami, South Beach. Las autoridades municipales eran conscientes de la aportación de marimberos y coqueros a la economía local, pero rechazaban el estigma. Desincentivaron el rodaje de El precio del poder, versión Miami de Scarface (1932), que se haría mayormente en California, con una recreación de la discoteca del Mutiny rebautizada como Babylon Club. El Tony Montana de Al Pacino era, naturalmente, un marielito.

El Mutiny murió de éxito. El club, que requería una (inicialmente codiciada) tarjeta dorada, terminó invadido por multitudes que no estaban en la onda ni pedían Dom Pérignon, a 150 dólares por botella. En su decadencia, terminó siendo controlado por el equivalente estadounidense del Fondo de Garantía de Depósitos, que procedió a (mal)vender muebles y objetos decorativos.
Cerrado y vapuleado por el Huracán Andrew, el Mutiny parecía tener una cita con la piqueta. Se salvó tal vez por su arquitectura y, desde luego, por su leyenda. Reabrió en 1999 y ahora vive del turismo. Ya ningún cliente pide que llenen su bañera con champán, como ocurrió en 1979. Nadie repitió: la sensación era desagradable.
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