Un paseo por Muntaner
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Les confieso que soy fan de la calle Muntaner de Barcelona. Uno de mis grandes momentos semanales es cuando regreso a casa, a pie, desde el campus La Salle, a pocos metros de la plaza Bonanova, hasta mi domicilio, situado entre la pastelería Faixat y El Velódromo, además de restaurante, oficina de politiquillos que trafican con sueños y prebendas. Con casi cuatro kilómetros de longitud –créanme, más allá de la Diagonal la vida sigue–, la calle del afamado cronista medieval no es la más bonita ni la más concurrida. Aun así, encarna como pocas quién somos.
Lo primero, una sociedad rica pero envejecida. Ancianos reclinados en sus confortables tacatacas, o directamente en silla de ruedas, pasean en silencio de la mano de sus amorosas cuidadoras latinas ante la mirada atenta de señoras también mayores, pero con elegantes mascotas, la mayoría caniches revoltosos que desde que traspasó el marido se han convertido en su único –y por fin fiel– compañero. Hombres y mujeres mayores que, con su presencia, nos recuerdan hasta qué punto hemos progresado, pero también el único argumento de la obra.
La calle Muntaner encarna lo peor y lo mejor de nuestros tiempos: sus logros y sus miseriasQue conste que en Muntaner también los niños tienen su momento. Si te dan las cinco, sin saber cómo ni por dónde aparecen por doquier chavales de uniforme azul y camisa blanca, jorobados de tareas y deseosos de contar cómo les ha ido el día, lo que aprendieron en clase y, más importante, con quién se atizaron de lo lindo en el patio. Como los padres están por lo de ganar dinero, su crossfit, su yoga, etcétera, en general, la operación retorno a casa corre a cargo de las internas, quienes entre sus múltiples tareas también asumen la excarcelación de los cachorros y su adiestramiento extraescolar, obviamente en inglés, mientras esperan el bus, merienda en mano. Algún día, si consiguen buenos empleos, ¡serán ellos los que no tendrán que ir a recoger a sus hijos!
En segundo lugar, quizás más preocupante, Muntaner encarna lo hedonistas y desnortados que estamos. Entre la plaza Bonanova y Via Augusta uno puede contar hasta 37 establecimientos dedicados a lo que podríamos llamar health and beauty : institutos odontológicos, peluquerías, gimnasios, podólogos, tratamientos faciales, corporales, yoga... todos con promesas del tipo “Aquí te cuidamos”, “pierde peso”, “masaje a tu gusto y necesidad, suave y profundo”. Pudiendo hacer dieta, ir al spa o a pilates, ¿quién se va a ir a merendar con la abuela?
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Por decir cosas buenas, podría hablarles de la emoción que siento cuando, absorto en mis pensamientos, a la altura de la plaza Adrià, Muntaner experimenta un cambio de rasante inesperado que muestra la Barcelona que mira al mar, popular y bulliciosa, desde Sant Andreu hasta el Raval y Poble Sec. Como les pasa siempre a los venidos de fuera, divisar la ciudad en sus puntos más panorámicos invita a pensarla en grande. Hacerlo en ese lugar exacto, refugiado en algún banco del parque de Monterols, ablanda al más terrible de los malvados. Pero el consuelo dura poco.
A pocos metros del monumento a Carrasco i Formiguera, de pronto irrumpen como un sarpullido un sinfín de comercios especializados en todo tipo de cuidados a mascotas variopintas, totalmente antropizadas y con rango de pariente íntimo. Que conste que comprarle un chaleco al perro me parece estupendo. Pero que proliferen las peluquerías caninas y clínicas veterinarias con sus catálogos de vacunaciones, microchips, ecografías, endoscopias y ecocardiografías cuando hay tanta gente que lo pasa mal, no tanto. Además, que en la misma calle en que tratamos caries caninas deambulen miserables tirando de un carro en busca de metales abandonados o vagabundos que reposan en cajeros automáticos entre mantas y orines me parece grave. Por no hablar de anuncios como “Canitas. La seguridad social de tu mascota. Por solo 19,19 € al mes. Todos tenemos derecho a la salud universal. Tu mascota, también”. ¿Invisibilizamos personas al mismo tiempo que humanizamos animales?
La calle Muntaner encarna lo peor y lo mejor de nuestros tiempos. Sus logros, pero también sus limitaciones y miserias. Típico de la ciudad que es capaz de situar al lado de una iglesia un burdel, y encima del burdel, una familia virtuosa ganándose el pan de cada día. Si lo habían olvidado, pasen por la biblioteca Maragall y el mismo poeta se lo cuenta.
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