Entre la crónica y la ficción: Andrés Felipe Solano

Muchas veces, desaprender es uno de los mayores desafíos. Andrés Felipe Solano lo sabe bien. Durante años ejerció el oficio de periodista: fue reportero y cronista. Aprendió a narrar a partir de los datos y a construir sus historias sobre estructuras sólidas.
Hasta que esa forma de escribir le resultó insuficiente. El tránsito no fue inmediato. Durante más de una década narró vidas ajenas con la precisión de quien debía verificar cada paso. Poco a poco, la ficción empezó a reclamar su espacio.
La pasión por las palabras le llegó temprano, gracias a su madre que compraba enciclopedias. Él se obsesionó con ellas y las leía desde la A a la Z.
Luego llegó la música e intentó formar una banda, pero se dio cuenta de que no era lo suyo y volvió con más ahínco a los libros.
Y la lectura, como suele pasar, lo llevó a la escritura. Decirles a sus padres que quería estudiar Literatura no fue sencillo. La respuesta fue un no rotundo, pero Andrés Felipe no dio marcha atrás. Insistió con la misma determinación con la que había empezado a leer, seguro de que ese era su camino.
Próximo a terminar la carrera, le surgió la oportunidad de trabajar en una revista redactando crónicas. Pensó que sería solo por un año, para luego dedicarse a escribir una novela. Se quedó casi doce.
Entrevistó a toreros, criminales, músicos; cubrió una vuelta de ciclismo. Esa experiencia, sin saberlo, le daría material narrativo para mucho de lo que vendría después.
Una de sus crónicas más importantes nació como un experimento extremo: vivir seis meses con el salario mínimo en una ciudad con alma de pueblo, lejos de su entorno habitual.
Trabajó en una fábrica —gracias a la complicidad del dueño— y se mantuvo en el anonimato. Fue un periodo duro, transformador, y alimentó un libro titulado Salario mínimo. Vivir con nada (2015). Fue su último gran texto periodístico. Después, empezó a virar hacia la ficción.
Cuando regresó de aquel paso por la fábrica, se sintió desconectado, como si la vida se le hubiera vaciado. En medio de ese desajuste, surgió la oportunidad de una residencia artística en Seúl, Corea. Desde entonces lleva más de una década viviendo en esa ciudad.
En los últimos años, el narrador ha intentado dejar atrás al periodista. Aunque ese oficio fue su escuela, también le impuso ciertas camisas de fuerza.
Con Gloria, su novela más reciente, siente que logró soltarse. En ella explora saltos temporales y una voz narrativa ambigua. Iba a ser un libro de memorias, pero terminó siendo otra cosa. Dice que, por fin, hizo las paces con ese cronista que siempre lo habitó.
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