La crisis de salud mental en la educación superior

Los datos publicados esta semana por el estudio "Ecosistemas de Aprendizaje Saludables en Instituciones de Educación Superior en Portugal" reflejan con crudeza e inequívocamente nuestra realidad. Más de la mitad de los estudiantes universitarios sufren burnout, el 40 % consume psicofármacos y el agotamiento emocional es una constante en cursos, facultades e instituciones. Estas cifras no son simples estadísticas; son señales alarmantes de una crisis que afecta directamente la vida, el futuro y los proyectos de un país que aspira a ser desarrollado, justo e innovador.

Es fundamental comprender que la salud mental de los estudiantes no es un asunto secundario, decorativo ni circunstancial. Al contrario, este ámbito de la vida estudiantil es el eje central de la calidad académica y el éxito pedagógico. Ignorar esta dimensión significa perpetuar un ciclo de sufrimiento silencioso, abandono temprano, pérdida de talento e, inevitablemente, el empobrecimiento cultural y científico de nuestra sociedad.

La responsabilidad es, por supuesto, compartida. Recae en el Estado, las universidades, pero también en la sociedad civil y las propias comunidades académicas. Sin embargo, no basta con reconocer el problema; urge implementar respuestas estructurales, ambiciosas e integrales, tanto preventivas como reactivas.

La extensión de la Ley n.º 54/2025 a la Educación Superior, que garantiza una ratio mínima de un psicólogo por cada 500 estudiantes, es una medida decisiva y fundamental. Pero no se queda ahí. Fortalecer los servicios, modernizar los modelos de contratación, crear redes de colaboración entre las instituciones académicas y el Servicio Nacional de Salud, y garantizar que el «Chequeo Psicológico» sea un instrumento eficaz, inclusivo e integral son solo algunas de las medidas legislativas que deben implementarse con urgencia.

La salud mental está intrínsecamente ligada a la forma en que aprendemos y recibimos la enseñanza, y por lo tanto, también se desarrolla fuera del consultorio médico. La educación superior no puede seguir estancada en metodologías obsoletas, monótonas y deshumanizadas, centradas exclusivamente en la evaluación cuantitativa. Es necesario invertir en una pedagogía innovadora que valore la diversidad cognitiva del alumnado y promueva su creatividad, pensamiento crítico y empatía. Formar al profesorado para reconocer y responder a las necesidades del alumnado actual es fundamental en esta ecuación.

Sin esta profunda transformación, corremos el riesgo de presenciar la perpetuación de un sistema que fomenta el agotamiento, la ansiedad y la exclusión, en lugar de generar conocimiento, resiliencia y ciudadanía plena. La innovación pedagógica no es un lujo, sino una necesidad imperiosa para restaurar la dignidad del acto de aprender y enseñar. Una educación que reconozca al estudiante en su totalidad, que valore la diferencia y que sitúe el bienestar en el centro de su misión.

Este es un llamado a la acción inmediata. No podemos permitir que la salud mental de los estudiantes sea ignorada o relegada a un segundo plano. El futuro de una generación y, por extensión, el futuro de nuestro país está en juego. Es urgente romper el silencio y construir, con valentía y determinación, un sistema de educación superior que no solo forme profesionales competentes, sino también ciudadanos sanos e íntegros capaces de transformar la sociedad.