Canadá ya es el estado número 51 de Estados Unidos
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Para muchos canadienses, un emocionante partido de hockey sobre hielo resultó ser un antídoto estimulante para un invierno implacable.
Más que eso –como dijo el discreto entrenador canadiense Jon Cooper a los periodistas después de que los mejores jugadores de hockey de Canadá vencieran a los mejores jugadores de hockey de Estados Unidos en tiempo extra la semana pasada– el asediado país “necesitaba una victoria”.
A Cooper no se le preguntó ni él dio detalles sobre por qué Canadá tuvo que prevalecer.
No tuvo que hacerlo.
Las razones fueron claras para los millones de canadienses que saltaron, creo, con una mezcla de alegría y alivio cuando el jugador de hockey más talentoso del mundo, Connor McDavid, anotó el gol que envió a su equipo y a una nación agradecida a un frenesí de felicidad.
Durante semanas, el presidente estadounidense Donald Trump ha estado provocando a Canadá y a su primer ministro. Se ha referido a un pueblo y una tierra orgullosos como el posible estado número 51 de Estados Unidos y a Justin Trudeau como su “gobernador”.
Las payasadas y amenazas de Trump han provocado una oleada de orgullo entre los canadienses, habitualmente reservados, respecto de su amado hogar y preocupación por su futuro incierto.
Y el líder charlatán del aliado más “querido” y “más cercano” de Canadá ha demostrado que la mayoría de los políticos y columnistas aduladores de las corporaciones tienen la visión de futuro del Sr. Magoo.
Al igual que el personaje de dibujos animados, tambaleante y miope, una multitud de políticos y polemistas amantes del libre comercio se negaron a ver o prestar atención a las advertencias que sonaron en el siglo XX sobre los riesgos existenciales de atar más estrechamente a Canadá a la economía dominante de Estados Unidos en el siglo XXI.
Es un espectáculo notable ver, oír y leer a la miope “intelectualidad” de Canadá envolverse en la hoja de arce mientras insta al país a “comprar productos canadienses” y a idear otras formas sistémicas y estructurales para intentar, tardíamente, frenar su dependencia de los Estados Unidos y evitar convertirse –oficialmente– en el estado número 51 de Estados Unidos.
Es un espectáculo notable porque, desde principios de los años 1980, las élites reaccionarias han dedicado –sin vacilación ni arrepentimiento– sus considerables poderes e influencia a respaldar todo paso calculado para que Canadá se transforme, en efecto, en el 51º estado de Estados Unidos –económica, cultural, militar y diplomáticamente.
El ejemplo radiante de esta hipocresía flagrante es el primer ministro de Ontario, Doug Ford, quien, por convicción y temperamento, apoyó a Donald Trump antes de estar en contra de él.
En un raro momento de sinceridad, Ford –el supuesto “populista” apodado “Capitán Canadá” por una prensa del establishment crédula y fácilmente impresionable– admitió que había querido que el estragoso Trump regresara a la Casa Blanca.
No hacía falta una bola de cristal para imaginar que, dadas las condiciones adecuadas, un comandante en jefe ávido de recursos y con aspiraciones hegemónicas acabaría ocupando la Oficina Oval y atrayendo acólitos con ideas afines en Canadá.
A principios de la década de 1980, yo era un humilde estudiante de ciencias políticas en la Universidad de Toronto.
Uno de mis profesores fue el difunto y renombrado economista político canadiense, Stephen Clarkson.
El profesor Clarkson fue un brillante docente y pensador que reflexionó y escribió mucho sobre el pasado y el presente de Canadá y las turbulentas aguas en las que se adentraba el país en ese momento crucial.
Yo estaba entre el afortunado grupo de asistentes de investigación de Clarkson cuando se embarcó en la escritura de un libro sobre los peligros que las perspectivas emergentes de un acuerdo de libre comercio entre Ottawa y Washington –promovido por el presidente estadounidense Ronald Reagan– planteaban a la soberanía de Canadá.
El libro publicado en 1982 y titulado Canadá y el desafío Reagan fue, a la vez, una refutación sobria a la legión de continentalistas entusiastas que estaban convencidos de que Canadá debía profundizar sus vínculos ya inexorables con los Estados Unidos, así como una señal de alarma sobre la rápida disminución de la capacidad del país para ejercer cualquier medida tangible de independencia en el país y en el exterior.
Si bien Clarkson era nacionalista, también era realista. Sabía que, en virtud de la geografía y la historia, Canadá y Estados Unidos estaban vinculados entre sí.
Aun así, comprendió el imperativo urgente de que Canadá mirara más allá del horizonte inmediato para ampliar el comercio en los mercados existentes y emergentes fuera de los Estados Unidos como un medio para diversificar sus políticas de exportación e importación y, como resultado, reducir la atracción gravitacional de Estados Unidos.
Las advertencias proféticas de Clarkson fueron descartadas por una galería presumida de apóstoles del “libre comercio” como los anacrónicos y antiamericanos “estallidos de ira” de un avestruz con formación académica opuesto a la prosperidad.
Así, cuando el Primer Ministro Brian Mulroney negoció un amplio acuerdo de libre comercio con Reagan en 1988, gran parte del Parlamento y de la prensa promocionaron el acuerdo como una victoria del comercio sobre nociones tontas y obsoletas de autonomía canadiense.
Las elecciones federales de 1988 se centraron en las posibles consecuencias para Canadá del pacto Mulroney-Reagan.
En un debate televisado, el entonces líder liberal, John Turner, desafió famosamente a Mulroney, quien afirmó, absurdamente, que el acuerdo podría ser “cancelado” en cualquier momento.
“Con una sola firma de pluma”, tronó Turner, “nos ha arrojado a la influencia norte-sur de los Estados Unidos y nos reducirá, estoy seguro, a una colonia de los Estados Unidos, porque la independencia política seguramente vendrá después”.
La actuación fanfarrona de Turner fue sólo eso: una actuación. La oposición del Partido Liberal al acuerdo de libre comercio negociado por Mulroney fue una pantomima retórica.
Muy pronto, los primeros ministros liberales estaban cantando sus propias elogios del acuerdo e invitando a México a unirse al acuerdo continental consagrado por los sonrientes y tomados de la mano “Tres Amigos”.
Avanzamos rápidamente hasta febrero de 2025 y las advertencias y reservas del profesor Clarkson de hace más de cuatro décadas se han hecho realidad.
Un presidente estadounidense envalentonado parece decidido a anexar Canadá mediante la coerción económica y, dada la política de integración casi sin trabas seguida por una sucesión de gobiernos liberales y conservadores –y respaldada por editorialistas idealistas–, Trump tiene las herramientas y la influencia para hacerlo.
De repente, los críticos de Clarkson –dentro y fuera de las redacciones amnésicas y de las capitales– se apresuran a adoptar sus recetas “tontas y obsoletas” para preservar la soberanía fantasma de la nación y superarse unos a otros como guardianes de sí mismos: de Canadá, claro está.
Sus epifanías llegan con 40 años de retraso.
Canadá, por diseño deliberado, ha sido durante mucho tiempo un vasallo de Estados Unidos, ansioso y “abierto a los negocios”.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la postura editorial de Al Jazeera.
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