Cuando subí al Everest tras los pasos de mi padre, el sherpa que acompañó a Hillary
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Ya estaba en lo más alto. De repente, vi las aristas pardas y las onduladas praderas del Tíbet a mis pies. Recobré el aliento, pero la panorámica que tenía ante mí parecía quitármelo.
David se encontraba a un par de metros de distancia llamándome. Con él estaban Dorje, Thillen y Araceli, que sonreían animados. Me reuní con ellos. Más atrás, otros miembros de nuestro equipo avanzaban hacia la cima.
—Bien, Jam, lo has conseguido —dijo David con voz ronca antes de abrazarnos.
—Gracias por esta oportunidad, David —le dije. Luego lloré unos instantes. Consulté mi reloj: solo eran las once y media. Íbamos adelantados con respecto al horario previsto, pese al tiempo que habíamos pasado esperando la cámara y filmando.
El tiempo estaba claro en todas direcciones, desde la meseta tibetana al norte hasta las colinas azul pastel del sur, que se fundían en la llanura gangética de la India. Desde allí veía el obelisco blanco y marrón del Makalu al sudeste; el Lhotse y el Lhotse Shar, al sur; el Cho Oyu, hacia el oeste; el Manaslu, el Annapurna y el Dhaulagiri, al oeste, en la distancia, y el Kangchenjunga, ciento treinta kilómetros al este. Con el Everest, allí estaban nueve de los diez picos más altos del planeta. De no haber sido por la curvatura de la tierra y la neblina, probablemente habría visto aún más extensión de la cordillera del gran Himalaya.
Resultaba extraño ver desde arriba los grandes gigantes del Himalaya, acostumbrado a mirarlos siempre alzando la vista.
Cuando llegaron los demás, nueve miembros del equipo estuvimos juntos en la cima: Robert, David, Araceli, Lhakpa, Muktu, Lhakpa, Thillen, Dorje, el sirdar escalador Lhakpa Dorje y yo. Todos estábamos desbordantes de alegría. David me tendió la radio y hablé con el campo base: "Estamos aquí..., en la cima, y es magnífico", dije. Quería decir algo más profundo, algo poético tal vez, pero mi capacidad de articular era más lenta debido a la semihipoxia. En el campo base respondieron entusiasmados: "¡Buen trabajo, felicidades!". Nos contagiamos de su entusiasmo.
Le pedí a Paula que me conectara con mi esposa en Katmandú. Cuando oí la voz de Soyang, le dije: "Estoy en la cima". La pillé desprevenida, ya que pensaba que todavía nos encontrábamos en el campo II o en el III.
"Si mi madre y yo hubiéramos sabido que hoy atacabas la cima, habríamos celebrado más rituales y elevado más plegarias —dijo. Su sorpresa se convirtió en una cauta alegría—. Bien, así que ahora ya no tendrás que ir a escalar otra vez, ¿eh? —dijo en tono de advertencia—. Ten cuidado en la bajada".
Mi hermano Dhamey se encontraba con ella y más tarde me contó que había sentido la tentación de dar la noticia a todo el mundo, pero solo llamó a mi hermano Norbu y a mi hermana Deki, porque no quería atraer el nerpa, las influencias desfavorables de los fantasmas errantes, sobre todo mientras yo siguiera en la montaña.
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Cuando llegó la cámara, Robert y David tardaron un rato en prepararla. Tuvieron que meter la película con las manos desnudas a fin de alinearla correctamente y asegurarse de que la abertura no tenía pelos u otros objetos minúsculos, que en la pantalla se verían aumentados mil veces y estropearían la filmación.
"Solo nos queda un rollo de película —dijo David—, o sea, que tenemos que hacerlo bien".
La cámara funcionó a la perfección y rodamos los noventa segundos de aquel rollo de casi tres kilos de peso. Capté la presencia de mi padre con más intensidad que antes. Me miraba, me alentaba y me apoyaba, orgulloso de mí. Compartía con él la vista que, con Hillary, había sido el primer humano en presenciar. Recordé que me había contado cómo había cautivado a la abuela Kinzom al decirle que desde allí arriba había visto los monasterios de Rongbuk y Tengboche, situados en lados opuestos del Himalaya y a muchos días de distancia a pie el uno del otro.
Miré las ruinas del monasterio de Rongbuk, al final del glaciar de Rongbuk, y luego contemplé los altos pastizales del valle de Kharta, en el Tíbet, donde mi padre perseguía yaks cuando era niño. Entonces me volví y lo vi.
Allí estaba mi padre, a mi espalda, junto a una roca desnuda de hielo. Vestido con su chaqueta de plumón de 1953, se había quitado la máscara de oxígeno y se había levantado las gafas sobre la frente. Su rostro brillaba, resplandecía. ¿Me estaba mirando? ¿Podía verme allí, triunfante y exhausto, como él había estado? ¿O solo era yo el que notaba su presencia?
Me contuve de hablarle en voz alta, pero, de todas formas, le hablé para mis adentros.
"Tanto mi sueño como el tuyo se han hecho realidad".
Con un tono de voz claro, oí que me respondía, tranquilo: "Jamling, no tenías que haber llegado tan lejos; no tenías por qué escalar esta montaña para estar conmigo y hablarme". Entonces me dijo que le complacía que un hijo suyo hubiese escalado el Everest y que sabía que si alguien podía hacerlo era yo. Más tarde, mi tío Tenzing Lotay me contó que ese era precisamente el deseo que mi padre le había confesado tener hacía años. Mi tío también me dijo que mi padre estaba convencido de que yo encontraría mi propio camino montaña arriba.
Lo había encontrado, pero mi padre había estado conmigo en todo momento: por delante de mí, para abrir camino; por detrás, para animarme, y a mi lado, para darme consejos de prudencia. En la cima sentí que tocaba su alma, su mente, su destino y sus sueños, y recibía su aprobación y sus bendiciones. Tal vez fuese cierto que no era necesario ir tan lejos para estar a su lado y comprenderlo, pero tuve que llegar hasta allí arriba para darme cuenta de que sus bendiciones habían estado conmigo todo el tiempo.
Sobre el autor y el libro
En 1996, Jamling Tenzing Norgay decidió seguir los pasos de su padre y escalar el Everest con un equipo liderado por David Breashears, que también incluía a los alpinistas Ed Viesturs y Araceli Segarra, una expedición que quedó documentada en la película IMAX de 1998 Everest. Jamling era el jefe de escalada de la expedición.
En el libro Más cerca de mi padre. El viaje de un sherpa a la cima del Everest (Capitán Swing) narra sus experiencias en el intento de alcanzar la cumbre del Everest y describe la relación especial que tenía con su progenitor. El libro destaca por la franqueza al analizar la relación entre los escaladores, a menudo ricos, y los sherpas, gente mucho más humilde que obtiene sus ingresos ayudando a las expediciones. La obra fue la primera en analizar, desde el punto de vista de los sherpas, la desastrosa temporada de escalada de mayo de 1996, en la que murieron un total de doce escaladores.
La montaña cobró vida para mí, igual que lo hizo para él. Mi padre había trabajado para aquel momento y lo había esperado toda su vida, y la montaña lo recompensó por su esfuerzo y su paciencia. Dejó de ser un peligroso montón de rocas inanimado —unas rocas que con total indiferencia se habían cobrado la vida de muchas personas— para convertirse en un ser cálido, amistoso y sustentador de vida. Miyolangsangma. Noté que la diosa nos abrazaba a los dos.
De manera similar, mi padre sintió que su amigo, el suizo Raymond Lambert, se hallaba en la cima con él; de hecho, llevaba el pañuelo rojo que Lambert le había dado. Sus botas también eran suizas. Los calcetines los había tejido Ang Lhamu, y el pasamontañas se lo había dado Earl Denman en 1947, el año que atacaron juntos la cima desde el lado norte.
Edmund Hillary tomó tres fotos de mi padre en la cima con el piolet en alto. Luego mi padre hizo un agujero en la nieve y dejó el gastado lápiz azul y rojo que su hija Nima le había dado, junto con un pequeño paquete de dulces, una ofrenda tradicional a los seres queridos. Hillary le tendió un gatito de trapo blanco y negro que el coronel Hunt le había dado como amuleto y mi padre lo puso junto a los otros objetos. Por último, recitó una plegaria y dio gracias a Miyolangsangma. Por fin había alcanzado la cima, en su séptimo intento, el de la buena fortuna.
Dejé en la cima una foto de mis padres enmarcada en una cartera de plástico rojo, una foto de su santidad el dalái lama, un pañuelo kata y, al igual que había hecho mi padre, un trozo de dulce a modo de ofrenda. También dejé un sonajero en forma de elefante elegido entre los juguetes de mi hija, algo que tal vez resultaba significativo, puesto que, según la traducción de Trulshig Rimpoché, Chomolungma significa "mujer elefante buena y firme".
Hay que acercarse a la montaña con respeto y con amor. Todo el que ataca la cima con agresividad, como un soldado librando una batalla, perderá
Araceli sacó la senyera, la bandera catalana, y David y yo le tomamos fotos. También habló por radio con un periodista de la televisión catalana. Luego me planté en la cima e imité la famosa pose de mi padre para que me tomaran fotos. Mi pose, como vi más tarde, no era idéntica a la de mi padre, sino su reflejo en un espejo. Del mismo modo, mi escalada era un reflejo de la suya: reflejaba su vida y sus valores, aunque indiscutiblemente eran los míos.
Antes de poner el pie en la montaña, mi padre sabía que hay que acercarse a ella con respeto y con amor, igual que un niño trepando al regazo de su madre. Todo el que ataca la cima con agresividad, como un soldado librando una batalla, perderá. Así, solo hay una respuesta apropiada al alcanzar la cumbre de la montaña de Miyolangsangma: expresarle gratitud. Como hizo mi padre, junté las manos y dije thu-chi-chay —gracias— a Miyolangsangma y a la montaña.Luego, durante unos minutos, recité una plegaria de refugio, con un mantra al principio y otro al final.
Om Mani Padme Hum Lama la gyapsong ché Sanggye la gyapsong ché Cho la gyapsong ché
Gedun la gyapsong ché
Om taare tufare ture svaha.
Abrí el paquete de reliquias bendecidas de altos lamas tibetanos que Geshé Rimpoché me había dado y esparcí un puñado por la cima. Luego eché un poco de chaane a los cuatro puntos cardinales y desenrollé la larga bandera de oraciones. Até uno de los extremos a los katas y otras banderas enrolladas a la estación meteorológica que había dejado en la cima una expedición científica.
Pasé cerca de dos horas en la cima antes de emprender el regreso, y me sentí tan afortunado y satisfecho como sé que se sintió mi padre.
El terreno despejado más alto de la montaña se halla en una plataforma de roca a unos treinta metros de la cima. Mi padre se había preguntado si alguien llegaría a plantar una tienda y dormir en aquel lugar, prácticamente en la cima. Y cuarenta y seis años más tarde Babu Chiri Sherpa lo hizo, pasando casi veinte horas en el techo del mundo sin oxígeno suplementario.
Nada más dejar la cima, nos cruzamos con Göran Kropp y Jesús Martínez, y luego con el 2diez veces" Ang Rita —en su décima ascensión—, que subía tranquilamente, como si no estuviera haciendo ningún esfuerzo, sin botellas de oxígeno.
En los couloirs por encima del collado sur, nos deslizamos sentados sobre la nieve dura, sujetando el piolet por si perdíamos el control y lo necesitábamos para frenar. Al llegar a la base llana del collado, agradecí que todavía quedaran horas de luz y caminamos despacio hasta las tiendas. Al llegar, tomamos té, hicimos fotografías y disfrutamos del momento, relajados y felices, aunque absolutamente exhaustos, por lo que nos fuimos a dormir enseguida. Habíamos escalado dieciséis horas a más de ocho mil metros.
Al cabo de un par de horas me desperté y no pude abrir los ojos; me quemaban como si alguien me hubiera echado arena. Estaba cegado por la nieve.
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A esa altitud, la radiación ultravioleta del sol, reflejada sobre todo en la nieve brillante, puede causar una irritación de córnea. Es muy doloroso pero, por fortuna, pasajero. En una ascensión en el Himalaya, mi padre perdió las gafas de glaciar y sufrió la ceguera de la nieve, tras lo cual siempre llevó dos pares de gafas, y yo hago lo mismo. Sin embargo, se me habían empañado debido a la máscara de oxígeno y me había visto obligado a quitármelas en el tramo final antes de llegar a la cima.
Ed me dio unas gotas de antibiótico y Sumiyo me las puso. Lo que más me preocupaba era no ver bien a la mañana siguiente. Si no podía bajar, estaría en peligro. Muktu Lhakpa también había sufrido la ceguera en la cima sur y llegó al collado sur llorando y lamentándose. Nunca pensé que a mí pudiera ocurrirme lo mismo.
Por la mañana, seguía completamente ciego. No tenía otro remedio que embarcarme en la que para mí fue la parte más terrorífica de la escalada. Llamé a Dorje y a Thillen y les pregunté si podíamos hacer el descenso juntos. Tenían que bajar material, pero yo caminaría entre ellos. Recogí mis cosas con los ojos cerrados.
Dorje iba delante de mí y empezamos el descenso hacia el campo III. En la cara del Lhotse abrí con dolor los ojos para ver si había algún peligro encima de mí y también miré hacia abajo, para ver cómo era el terreno, antes de dar varios pasos con los ojos cerrados. Luego tenía que detenerme y esperar casi un minuto a que el dolor remitiera. Repetí el proceso una y otra vez, al tiempo que rezaba y pensaba en mi padre. Y en Beck Weathers. Empecé a comprender su agonía, aunque yo sufría solo una mínima fracción de su desgracia.
En el campo III, Kropp y Martínez, el sueco y el español que llegaron a la cima con nosotros, me dieron un poco de zumo, el combustible que necesitaba para seguir adelante. Martínez también me dio unas gafas muy oscuras que me sirvieron de ayuda.
Hasta llegar al bergschrund por encima del campo II, no estuve seguro de que lo conseguiría. Llegué tambaleante al campo base avanzado y agradecí que el personal de cocina me sirviera té y comida. Tomé estofado de shyakpa sherpa y, aunque los ojos me dolían muchísimo, me sentí contento y a salvo.
Antes de llegar al campo II, me crucé con Ian Woodall y Bruce Herrod, el jefe y el fotógrafo de la expedición sudafricana, que subían. Woodall, antipático como siempre, no dijo nada. En cambio, Herrod era todo un caballero. En el campo base me había llevado bien con él y, cuando me vio, me felicitó y le di las gracias.
A la mañana siguiente, en el campo II, estaba del todo recuperado, pero, aun así, me puse dos pares de gafas. Decidimos quedarnos allí un día más para terminar algunas tomas, recoger el campo y limpiar la zona. En vez de correr montaña abajo, como si huyéramos de ella, ese día extra nos ayudó a poner en orden los pensamientos en un limbo relajante entre la montaña y el mundo cotidiano del campo base.
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Al bajar del campo II, nos repartimos la carga por igual. El tiempo de final de primavera hizo que atravesar la escala más larga fuese un poco peligroso y David no pudo resistirse a filmarnos a Araceli y a mí, que bajamos y luego dimos media vuelta para cruzar de nuevo la escala montaña arriba.
La llegada al campo base fue gloriosa. Por fin, el relax y las celebraciones. Brindamos con botellas de cerveza y Coca-Cola. Me sentí colmado de calidez, y algunos escaladores y personal del campo base lloraron de alegría.
Me escabullí deprisa del grupo y caminé hacia el lhap-so. Jangbu ya estaba allí, rezando. Saqué el amuleto sungwa que me había dado Geshé Rimpoché y lo dejé sobre una de las láminas de pizarra que forman el altar de la base del lhap-so. Retrocedí y me situé junto a Jangbu. Intenté que todos los pensamientos extraños se disolvieran para que Miyolangsangma y las deidades protectoras y tutelares se aposentaran en mi corazón. Les di las más sinceras gracias y mi gratitud llegó a un estadio que juré que ya nunca abandonaría. Ahora todavía siento esa gratitud. Miyolangsangma nos había permitido escalarla y nos había concedido una travesía segura.
Según Araceli, las alabanzas que le dedicaban en Cataluña y en el resto de España por ser la primera mujer española que llegaba a la cima no eran más que el resultado natural de la escalada. Se había apuntado a la expedición como un reto personal y por su amor a la escalada. No obstante, yo sabía que cuando volviera a Barcelona disfrutaría de esas alabanzas y lo celebraría a lo grande. A los catalanes les gusta la buena mesa, el buen vino y la fiesta, y sus padres regentan un restaurante de cocina selecta. Al llegar al campo base, tras un merecido descanso, recuperó enseguida su semblante jovial y alegre y parecía que nunca hubiese subido tan arriba.
Pasamos un par de días en el campo base, filmando y embalando. El 29 de mayo, cuadragésimo tercer aniversario de la escalada de mi padre, abrimos las botellas de vino que quedaban y bebimos en abundancia. Robert y yo fumamos cigarrillos. El techo de uralita de la cocina ya estaba quitado, lo cual indicaba que la temporada, para nosotros, había terminado. Nos sentimos como adolescentes celebrando el fin de curso en el instituto.
El Confidencial