Morante on tour (VI): Roca Rey declara la guerra (y la pierde)
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** El Confidencial está publicando este verano un serial de crónicas que van describiendo, de norte a sur, de este a oeste, la temporada mágica y triunfal de José Antonio Morante de la Puebla. En esta sexta entrega nos movemos hasta El Puerto.
Se dejó matar Roca Rey. Y no es una frase hecha del argot taurino, sino el planteamiento de una faena suicida que aspiraba a destronar a Morante después de haberse encarado ambos en una discusión pintoresca del callejón. Estaban las cosas calientes de antiguo porque la delegación morantista acusa a la delegación peruana de haber vetado al maestro de La Puebla en Santander. Y es verdad que Roca ha desmentido cualquier implicación en el sabotaje, pero la versión exculpatoria no convence a Morante. Y sí explica la situación inflamable del duelo organizado en El Puerto de Santa María (Cádiz). Tan inflamable que a Morante le irritó un quite extemporáneo de Roca por calserinas. Y que Roca, lejos de amilanarse, desafió al maestro con su retranca verbal: “Fúmate un purito despacito”. Sobrevino entonces un intercambio calenturiento de gestos, de opiniones. Y emprendió Roca Rey la decisión de inmolarse en la faena al quinto de la tarde. No tuvo lucimiento artístico ni plástico, pero las apreturas inverosímiles de los últimos muletazos y el arrojo del arrimón demostraron que el cóndor desplegaba sus garras, su ferocidad y su envergadura.
La voluntad del peruano se resentía de una cierta frustración, sobre todo porque Morante en estado de gracia y en situación de plenitud, relativiza cualquier conato de antagonismo o de competencia. Tiene más valor que nadie. Torea mejor que nadie. Y carboniza cualquier intento de emulación. Sus faenas —las apolíneas o las dionisiacas— provocan un vacío en la tarde y predisponen una depresión en la sensibilidad de los espectadores cuando se trata de apreciar los méritos ajenos. Roca Rey (dos orejas) y Daniel Crespo (otras dos) salieron a hombros en El Puerto de Santa María en otra jornada de “No hay billetes”, pero fue Morante el centro de gravedad de la velada, el artífice de los episodios más emotivos y enjundiosos.
Acostumbra la tradición taurina a sexar a los matadores como “toreros de arte” o como “toreros de valor”. Morante desmiente el malentendido y el cliché imponiéndose como la referencia absoluta de ambas categorías. Asusta el valor de Morante y conmueve su concepción estética. Tanto, que la faena al jabonero de Cuvillo lidiado en primer lugar —dos orejas— sirvió de contraste al aplomo y a la rotundidad con que resolvió las dificultades que puso en juego el cuarto. Bien pudo haber cortado un trofeo el maestro, pero la insensibilidad del presidente discriminó la voluntad plebiscitaria de los espectadores y dio origen a un gesto subversivo de Morante mismo.
Le conviene a la Fiesta la competencia, la rivalidad. Incluso tiene sentido evocar las crónicas de “El verano sangriento” que Hemingway escribió en 1959 para documentar la rivalidad de Luis Miguel y Antonio Ordóñez, entre otras razones porque la arrogancia de Roca resulta muy “dominguina” y porque la majestad ordoñista forma parte de la idiosincrasia de Morante.
Estilos en contraposición, personalidades incendiaria, aficionados enfrentados en los tendidos, cronistas cismáticos. La Fiesta debe agradecer a Roca Rey haberse convertido estos años en el enlace generacional de los jóvenes aficionados que abarrotan las plazas. Representa la figura del héroe. Y su propia genealogía limeña rebasa el estereotipo del torero facha y españolazo. Conviene a la causa su dimensión cosmopolita, sin olvidar el enorme efecto propagandístico que ha comportado el acontecimiento de Tardes de soledad. La película de Albert Serra ha reanimado la reputación de la tauromaquia en sus matices contraculturales y subversivos. Roca Rey ha sacado la Fiesta de la depresión, pero sucede que todos los méritos contraídos no le consienten ahora discutir la primacía de Morante.
Y no por razones coyunturales, sino porque el monstruo de La Puebla representa y caracteriza una tauromaquia inalcanzable e incomparable, sea cual sea el periodo de la historia que pretendamos escrutar.
La desesperación de Roca acaso consiste o consista en que, aún pretendiéndolo, no puede ser el rival de Morante. La prosa ebria de Hemingway estilizaba el antagonismo perfecto de Ordóñez y Luis Miguel como una competencia entre iguales. Nadal era el “agón” de Federer, como Frazer lo era el de Alí. Y como Belmonte el de Joselito. La diferencia es que Morante ha hecho suya la hegemonía totalitaria del Guerra: “Primero yo, después ‘naide’ y después de ‘naide’… el Fuentes”.
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Morante ha hecho lo que parecía imposible: desplazar al peruano como fenómeno de masas, “robarle” la idolatría de los jóvenes y quedarse también con la devoción de los viejos. Y lo ha logrado en el momento de mayor inspiración artística de su carrera. Ya no es solo el príncipe de la estética, es el héroe que se arrima como si la cornada fuera una parte de la firma.
Los tendidos del El Puerto arroparon las dos liturgias: el rugido y el silencio, la tormenta y la brisa, el vértigo y la ensoñación. Y en ese pulso invisible hay una gratitud doble. A Roca, por haber mantenido en alto la bandera del toreo en los años de intemperie. A Morante, por permitirnos la oportunidad irrepetible de asistir a la Historia, así, con mayúsculas, como avista un cometa o se asiste a una coronación. Y como quien asume que el morantismo es una religión insoportable e insostenible. Insoportable porque la exposición a su tauromaquia produce dolor e incorregibles efectos stendhelianos. Insostenible porque no puede manar eternamente la fuente de la fertilidad.
Lo sabíamos como una contraseña secreta quienes este sábado nos cruzábamos por los pasillos y tendidos de la plaza. Aficionados de Sevilla, de Madrid. De Francia y de México. Toreros viejos y camuflados. Veteranos y noveles, como dice el himno del “Madrí”. Conversos y herejes. A Morante ya no te lo puedes perder. Roca apenas ha cumplido 28 años.
El Confidencial