Museo secreto: las joyas resucitadas del Bellas Artes
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Marisa D. acomoda sus largas trenzas y camina refunfuñando porque se enamoró de la Theodora que le da la bienvenida, y cuando fue a consultar el nomenclador se encontró con un código QR. “No me gusta el QR”, rezonga, y su amiga y una señora random que oyó el reclamo adhieren con ahínco y fastidio. Mauro H. apuesta a que el retrato de esa dama enjoyada es pintura limeña del siglo XVIII a juzgar por la tela filipina de su vestido, y que su autor es el mismo de la colección Gastañeta Carrillo de Albornoz que ahora mismo exhibe el Museo de Arte de Lima.
Gustavo B. filma con su celular y le discute a Laura F. que la pintura que tiene enfrente es de Mildred Burton. “No tener los nombres a mano te ejercita en las atribuciones, como hacíamos en la facultad”, recuerda Pablo P. que sí se anima al QR y examina cada una de las casi 300 obras de 250 artistas del siglo XIV a nuestros días, rescatadas de los depósitos del Museo Nacional de Bellas Artes para Museo secreto. De la reserva a la sala.
Museo secreto, en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Todo está atiborrado de piso a techo, tal como se usaba exponer en los museos del siglo XIX, cuando se creó el MNBA. La idea fue del director Andrés Duprat, con curaduría colectiva del equipo de investigación del museo que seleccionó obras poco o nunca expuestas.
El espacio es sobrio, apenas interrumpido por dos paneles perpendiculares al muro, otro en diagonal y otro en ele, lo que redunda en un recorrido directo y sin misterios. La ausencia de nomencladores brinda el placer de descubrir obras por uno mismo, sin el condicionamiento del prestigio del artista. Los agrupamientos son suficientemente nítidos y no hace falta indicación para saber que estamos frente al paisaje, costumbrismo, naturaleza muerta, abstracción, animales, paisaje urbano, y otros. En vez de plantear “el vértigo de las listas”, como le gustaba a Umberto Eco, preferimos sugerir algunas joyas resucitadas:
La Emperatriz Theodora (1887). Jean Joseph Benjamin-Constant.
La pintura data de 1886, el mismo año de la octava y última exposición impresionista, es decir que Constant era un académico orientalista, que pertenecía al bando de los conservadores, mientras que la troupe de Monet, Pisarro y otros, eran los innovadores rechazados por la Academia. Benjamin Constant participó en la guerra franco prusiana de 1870, que apenas duró 10 meses y donde murió Frederic Bazille a los 28 años, el más prometedor de todos los impresionistas. Ahí está Theodora, solemne como una carta de tarot, luciendo sus joyas reales, seguramente inspirada en el mosaico bizantino de la iglesia de San Vital en Ravena, Italia, sin ningún recuerdo de su pasado como actriz y meretriz.
Manzano japonés. Bibi Zogbé. Óleo sobre hardboard, 70 x 60 cm.
Dos pinturas de Zogbé se mostraron en la Bienal de Venecia de 2024, lo que probablemente augure un tardío reconocimiento a “la pintora de las flores” como fue conocida en vida esta libanesa nacida en 1890. Apunta la investigadora Andrea Geat: “A sus 16 años Bibí Zogbé dejó su pueblo natal para buscar un futuro en la Argentina y se instaló en la provincia de San Juan, donde se casó con Domingo Samaja, también inmigrante libanés de quien se divorció en la década de 1930. Como para muchas y muchos artistas extranjeros que se instalaron en la Argentina a principios del siglo XX, la cuestión de la identidad y el nacionalismo iba a ser un asunto complejo en la consideración de sus obras y su inclusión en la historiografía del arte”. Cuesta creer que la pintura de flores haya sido infravalorada tanto tiempo; jóvenes artistas como Cinthia Rched (chaqueña de origen sirio-libanés) o Mariano Benavente hoy continúan y fortalecen este género.
Primeros pasos (1936). Antonio Berni. Óleo sobre tela, 200 x 180 cm.
En un hogar sencillo, una niña con los brazos en alto hace equilibrio en una pierna con sus calzas de bailarina. Con gesto cansado, la madre detiene la máquina que cose un gran paño verde. Más allá del ascenso cultural y social que sugiere la escena hay que llamar la atención sobre el gesto de la madre: apoyar el rostro sobre el puño es el de la melancolía, uno de los cuatro temperamentos codificados por Hipócrates, junto con el colérico, el sanguíneo y el flemático.
Ya en 1514 el alemán Alberto Durero hizo un grabado (enigmático por donde se lo mire por la densidad de símbolos) con la alegoría de la Melancolía, una mujer alada con largo vestido que apoya el codo en la rodilla y la mano en la mejilla. Moreto da Brescia, Pieter Codde, Goya y Gauguin también pintaron melancólicos (un ricachón, un estudiante, un gentilhombre y una tahitiana) y con la misma actitud Berni retrató en 1934 a La mujer del suéter rojo que posee el Malba.
La muerte de Pizarro (1884), Graciano Mendilaharzu.
Nacido en Barracas al Sud (actual Avellaneda) en 1856, Mendilaharzu se educó en París, donde pintó La vuelta al hogar, trágica obra del mejor realismo académico que donó su viuda y se exhibe habitualmente en el MNBA. Volvió al país, se casó, tuvo un hijo y comenzaron sus problemas psiquiátricos, fue recluido en un sanatorio, se arrojó desde la ventana y murió a los 38 años.
En el siglo XVI, un hombre de 60 años ya era considerado anciano y casi un sobreviviente; a esa edad y con artrosis, hernias y varias enfermedades, Francisco Pizarro, el conquistador del Perú, fue asesinado en su propia residencia por sus adversarios políticos con al menos 20 heridas de espada, según el análisis forense que se hizo en 2007 sobre sus huesos. Mendilaharzu capta los últimos instantes de Pizarro con cierta distancia emocional, salvo por un detalle que resume la tragedia: la mano derecha rasguñando con desesperación el piso ensangrentado.
Pietá. Anónimo de la escuela italiana de mediados del siglo XVI.
Si bien el QR dice Pietá, falta una figura esencial, la Virgen, para que así sea considerada, entonces, la iconografía de esta pintura responde a un “Cristo muerto sostenido por dos ángeles”, de un anónimo de la escuela italiana de mediados del siglo XVI.
En este caso, los ángeles están vestidos y no tienen alas,;el de la derecha con cabellera abundante y flequillo; el otro, más rubio y peinado hacia atrás. Cada uno sostiene desde las muñecas las manos heridas de Cristo; el rostro de tristeza celestial, la corona de espinas y el cuerpo semidesnudo coinciden con la tradición de este tema. La obra se atribuye a Antonello da Saliba (aunque también a Liberale da Verona y a Salvo D’Antonio) que fue cuñado de Antonello da Messina, curiosamente autor de otro Cristo sostenido por un ángel, custodiado en el Prado, el más conmovedor de toda esta tradición iconográfica.
Amistad (1896). Jef Leempoels. Óleo sobre tela, 86 x 102 cm.
Un zorro acostado, pintado por Rosa Bonheur, proteccionista, animalista y abiertamente lesbiana en el siglo XIX, protegida por la emperatriz Eugenia de Montijo, que tuvo que solicitar un “permiso de travestismo” a la policía francesa para usar pantalones. Por otro lado, el belga Jef Leempoels pintó Amistad, en 1896: dos señores de mirada desamparada. El de traje colorado apoya una mano sobre el hombro del otro; el de saco oscuro sostiene con sus dos manos la izquierda de su compañero, aunque -digámoslo- con notable imprecisión anatómica. Esta amitié particulièr pareciera gozar de cierta indulgencia a juzgar por los involuntarios halos de sus cabezas que forma la boiserie del palco donde posan.
- Museo secreto. De la reserva a la sala
- Lugar: MNBA, Av. Libertador 1473
- Horario: mar. a vie. de 11 a 19:30; sáb. y dom. de 10 a 19:30
- Fecha: hasta el 4 de mayo
- Entrada: gratuita; contribución voluntaria disponible: $5.000
Clarin